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sábado, 31 de octubre de 2009

Georges Sorel: Una Vida Oscura, una Obra Enciclopédica



Transcripción Exclusiva de El Frente Negro

Georges Sorel, el profeta frances del sindicalismo revolucionario, el autor de reflexiones sobre la violencia, resumió gran parte de su discurso vital en esta esquemática confesión: "mi biografía cabe en pocas líneas. Nací en Cherburgo el 2 de noviembre de 1847; curse estudios en el colegio dicha ciudad, con excepción de un año pasado en el colegio Rollin de París; asistí a la Ècole Polytechnique desde 1865 hasta 1867. En 1892 abandone la administración de puentes y caminos, una vez que puede hacerlo en forma honorable, es decir, cuando se me condecoró (la Legión de Honor es una constancia de buenos servicios para todos los funcionarios de cierta jerarquía), y ya había sido nombrado ingeniero-jefe. Hubiera podido solicitar el favor (que se concede a los funcionarios de puentes y caminos) de revisar con licencia indefinida, lo cual me había permitido conservar mis derechos a la jubilación, pero en cambio prefería pedir favores a nadie y por ello presenté mi renuncia".

Estos renglones sorelianos bastan para anoticiarnos de su vida oficial del funcionario técnico, pero no abarcan su segunda existencia, la que realmente cuenta en el: la labor recoleta de escritor y ensayista, de polemista y agitador social, que transcurre entre la última década del siglo XIX y la fecha de su muerte, en Boulogne-sur-Seine, el 28 de agosto de 1922.

La vida útil de Sorel puede sintetizarse mejor en el cuadro de algunas grandes influencias intelectuales que marcaron su pensamiento variado y no siempre coherente, ya que las soluciones del autor sobre sí mismo son escasas en su correspondencia y el resto de sus obras, como tal laboriosamente lo ha destacado Pierre Andreau en definitiva biografía. Es que lo que importa de veras de Sorel son sus ideas y no su vida privada, sobre todo la etapa de "publicista tardío" que más relevancia adquirió para la historia del pensamiento político revolucionario del mundo occidental.

Sorel pertenecía una familia de pequeño-burgueses emprendedores. Sus padres le legaron un modesto capital, lo que le permitió independizarse en el área de sus tareas oficiales para proseguir en la madurez su vocación de escritor (su primer artículo se publica en 1886 en la Revue Philosophique). El medio provinciano y católico de la vieja Francia glorificada por Charles Pèguy dejó rastros indelebles en su producción, por ejemplo en la oposición de Sorel frente al Cesarismo plebiscitaria de Napoleón III (segundo imperio) y a su breve regresó a los principios legitimistas compartidos por Charles Maurras y su Nationalisme intègral, casi al final de su larga vida.

Así, pues, no es raro encontrar entre las influencias intelectuales que se ejercieron sobre Sorel a Alexis de Tocqueville (a través de L`ancien Règime et la revolution), al rechazar, por una parte, el absolutismo monárquico y a criticar, por la otra, la Revolución Francesa por haber aumentado la preponderancia del estado en vista de la correlativa destrucción de todos los grupos intermediarios que pudieran amortiguar tales efectos. Sorel, en forma polémica es heredero también de Hipólito Taine y Ernesto Renan.

Acaso las influencias más decisivas sobre Sorel, sin las cuales puede resultar incomprensible buena parte de su producción, son: Pierre-Joseph Proudhon, Carlos Marx, Giambattista Vico y, desde principios del siglo XX, Henry Bergson.

Proudhon ("la propiedad es un robo") es el reflejo, para Sorel, de las virtudes francesas tradicionales: amor a la familia, exaltación del trabajo en medio en la pobreza, necesidad insaciable de libertad y lucha contra todo estatismo arbitrario, espíritu rebelde pero respetuoso a la vez de las tradiciones históricas. En Proudhon, más que comunidad de festivos o reformas concretas, encontrará Sorel una absoluta fidelidad a los valores morales, un pensamiento en agitación perpetua y una voluntad de intransigencia que desgarra a ambos en múltiples ocasiones.

Ya bajo el influjo de Marx, a quien empieza a conocer y criticar hacia 1893, sobre todo a través de sus discípulos franceses Jules Guesde y Paul Lafargue, Sorel continuará viendo en el socialismo, básicamente, un imperativo ético: "el socialismo es una cuestión moral, en el sentido de que aporta al mundo, por lo menos, una manera nueva de juzgar todos los actos humanos o, de acuerdo con una conocida expresión de Nietzsche, una transmutacion de todos los valores. [...] El socialismo no sabe si podrá, cuando podrá realizar sus actuales aspiraciones, porque el tiempo cambió tanto nuestras ideas morales como nuestras condiciones económicas; pero se presenta frente al mundo burgués como su adversario irreconciliables, y lo amenaza con una catástrofe moral mucho más que con una catástrofe material". Frente a Marx desarrollará Sorel una permanente polémica, cuyos resultados más maduros pueden apreciarse en "La descomposición del marxismo" (1908), trabajo en el que analiza agudamente las relaciones entre el reformismo y el espíritu revolucionario, y entre Marx y el marxismo.

El italiano Vico (1668-1744) le aporta su historicismo, su anti-naturalismo, su pragmatismo y, en especial, la idea de que "el hombre solo conoce lo que el mismo hace (o construye)", que Sorel separa por completo del contexto teológico en que lo insinúa Vico. Bergson, contemporáneo de Sorel en Francia, le suministra, entre otros, su concepto de "intuición", tan importante para Sorel como reivindicador de las fuerzas irracionales del hombre.

Aparte de los libros y los pensadores, la otra influencia sobresaliente experimentada por Sorel es la de su compañera de toda la vida, Marie-Euphrasie David, hija de campesinos pobres, obrera fabril y luego, de hotel en Lyon. En esta última ciudad, en 1875, atiende súbitamente digerido Sorel durante una enfermedad, y prolongada convivencia posterior de ambos dura hasta la muerte de la mujer en 1897. Respetuoso quizás en exceso del oposición que sus padres formularon a un posible casamiento, Sorel-incluso después de la muerte de sus progenitores-nunca pensó en legalizar su vínculo con Marie-Euphrasie .

A través de Marie-Euphrasie pudo Sorel comprender y presenciar muchos problemas de las clases pobres y campesina de Francia, tanto mejor que mediante sus esporas y sus conexiones con el movimiento sindical.

Para el año 1892 la vida de Sorel adquiere sus rasgos más definitivos y difundidos: el normando se radica en un suburbio de París (Boulogne-sur-Seine); viaja frecuentemente a la biblioteca nacional, donde trabaja e investiga como lo había hecho Marx pocas décadas antes en el British Museum londinense; concurre a círculos sindicales, la bolsa del trabajo, la sociedad de filosofía, los cursos de Bergson en la Sorbona, la Ècole des Hautes Ètudes Soiciales, la redacción de Cahiers de la Quinzaine, la librería de su amigo Paul Delesalle.. Sorel práctica en todas partes un enorme magisterio verbal, su medio preferido de expresión. Richard Humphrey lo ha sintetizado de este modo: "a Sorel le gustaba la buena conversación; su aprecio por este arte, como en otros terrenos, lo mostraba como un hombre de la vieja Francia. Cierto día confesó a un amigo que, a pesar de su regusto por hablar acerca de las ideas más abstractas, el escribir las le resultaba sumamente dificultoso. Deseaba poder comunicar sus ideas mediante discos phonográficos en lugar de libros. En verdad, y con frecuencia, sus publicaciones son realmente una especie de monólogo conversacional con todo el encanto, la sugestión y la falta de exposición ordenada y equilibrada que conviene a dicha forma de expresión."

Entre el jardín que cultiva con esmero en Boulogne-sur-Seine, los viajes en lentos tranvías a y desde París y la intensa actividad intelectual que Sorel llevaba a cabo en la ciudad luz, nuestro autor siempre se hacía lugar para escribir docenas de artículos, polémicas, prefacios y ensayos, además de volúmenes en los que muchas veces recopilaba una serie o conjunto de ellos. Sorel fue un gran trabajador de la pluma de su madurez y en su vejez llena de achaques. Estos años postreros casi no podía visitar su París, como tampoco llegó conocer Italia, donde se le estimaba y respetaba más que su patria, sobre todo gracias a amigos epistolares como Crose uno de los primeros en justipreciar sus sobresalientes cualidades.

Desde 1894, la lección, para Sorel, consistió fundamentalmente en abandonar la efímera ilusión, compartida con su amado Proudhon, de que los problemas de la justicia social se resolverían a través de una aristocracia republicana que afirmaría una nueva moralidad gracias al influjo de las instituciones democráticas. La participación complaciente de socialismo francés en los tejemanejes de la tercera república, al estilo de un partido burgués más, lo llevaron a rechazar de plano esa vía de acción y criticar a su dirigente: Jean Jaures.

Sorel, entonces, volvió retomar el hilo del estudio de las instituciones específicamente proletarias que le había interesado desde 1897. Así encontró el agente de regeneración moral y social que buscaba: el propio proletariado, agrupados sindicatos autónomos y no participaban del juego político partidista. Para ello, le sirvió de modelo y de impulso la tradición inmediata del movimiento obrero francés. Los syndicats iban a constituir, al menos por unos años, la preocupación esencial de Sorel, detallada en "El porvenir socialista de los sindicatos" y en las célebres "reflexiones sobre la violencia".

Pero Sorel tampoco permanecerá cerrado francamente a sus propias ideas, y si bien su teoría del sindicalismo revolucionario (o filosofía del sindicalismo) resulta más conocido y recordado por su obra, apartir de 1910 el autor sufre un pasajero deslumbramiento con las tendencias nacionalistas de extrema derecha encarnadas por Pèguy, Maurras, Georges Valois y el grupo de la Action Francaise. Si bien Sorel no llegó jamás a considerarse monárquico legitimista, la realidad del movimiento sindical tal como en la observaba en Francia lo movió a posiciones muy vecinas al tradicionalismo político, el desencanto con los sindicatos "aburguesados", demasiado preocupados por reivindicaciones económicistas, lo llevó a considerar la posibilidad de una nueva regeneración moral, promovidas tales por la extrema derecha. Action Francaise y sus congéneres predicaban un moralismo autoritario anti-burgués y se preparaban para violencia.

Sin embargo, la Primera Guerra Mundial curó definitivamente a Sorel de esas "ilusiones perdidas". El mismo escritor cuando analiza con justeza el conflicto bélico como "una guerra entre Plutócratas, bajo el disfraz de la democracia". El Nationalisme intègral toma el partido lógico del patrioterismo y el chauvinismo; Sorel no vacila- y lo repite lo largo de su correspondencia de esa época-en adoptar la solución internacionalista que ya había configurado en los años previos al efímero eclipse ideológico. La revolución rusa de 1917 vuelve a reavivar sus ilusiones, antes de que culmine su primera etapa leninista, y a poco tiempo después de su muerte la marcha fascista sobre Roma (1922) completa el panorama de descalabro social posterior al fin de las hostilidades de 1914-1918. Para Sorel, en sus últimos días, parecía inminente el apocalipsis que tantas veces vislumbro.

Los temas que preocuparon a Sorel escritor activo cubren un espectro riquísimo para el mundo que estaba entrando apresuradamente en lo que Ortega y Gasset llamó la "barbarie del especialismo". Sorel dedicó libros y artículos a la Biblia, el juicio de Sócrates, la metafísica de Aristóteles, la ciencia antigua y moderna, la filosofía histórica de Renan, la historia de la tecnología, la idea del progreso, el pragmatismo, la filosofía de Bergson, los principios del cristianismo, el modernismo católico, el origen de las matemáticas, la decadencia del Imperio Romano, la revolución dreyfusiana, la descomposición del marxismo, las ideas de Proudhon, la economía moderna, etc.. Una de sus preocupaciones fundamentales, empero, la constituyó el análisis del proletariado y sus organizaciones, con especial énfasis en la táctica y estrategia, además de cuestiones generales sobre la ética de socialismo.

De la teoría del conocimiento a la violencia proletaria

Acaso lo más revolucionario de la obra soreliana sea su teoría del conocimiento -nunca organizada sistemáticamente- , cuando se la relacióna con el sindicalismo revolucionario del cual este autor vino a ser abanderado en su madurez.

Para Sorel, nunca podemos comprender a fondo sino lo que nosotros mismos fabricamos. Lo mismo que para Marx. Una, el hombre de ser definido mejor como homo-faber, o individuo que produce utensilios (toolmaker, Benjamín Franklin), que como homo sapiens. Sorel desarrolla y precisa ambas concepciones: el hombre no es homo sapiens sino en tanto es homo-faber pues la razón es hija de la técnica. "Nunca conoceremos de modo cierto el mundo cósmico, pero debemos conocer el mundo artificial por qué nosotros mismos los fabricamos" (de Aristóteles a Marx). La técnica también debe verificar la ciencia, y demostrarla en cada caso que se presenta.

Llevando sus extremos lógicos el materialismo histórico de Marx (los hombres producen las ideas y las categorías conforme a sus relaciones sociales), Sorel afirma que el modo de conocimiento del hombre está ligado a su modo de producción: "inventad nuevas máquinas y conseguiréis progresar en la inteligencia de lo desconocido". Sorel reivindica así para los productores (los obreros, los trabajadores) la fuente de todo inteligencia, ya que ellos son quienes poseen las claves de una comprensión auténtica de los fenómenos. Su anti-intelectualismo empieza ya ha evidenciarse.

De esta teoría del conocimiento se deriva del "pluralismo dramático" de Sorel (Georges Goriely). Para nuestro autor la verdad no es única sino múltiple o la realidad es una vasta nebulosa en constante transformación, de la cual podemos formarnos una idea aproximada mediante proyecciones emanadas de los diferentes puntos de vista, sobre un marco fijo establecido por nosotros y en cuyo interior se aprende la realidad. Por otra parte, este es el método empleado por el obrero y el ingeniero en su obra de creación técnica, mediante el ensayo y el error, hasta encontrar la solución más conveniente.

Pero los sentimientos acuden para complicar ése panorama sólo en apariencia racional. Los elementos pasionales e imaginativos -inescindibles de la persona humana y que en ocasiones de formar los análisis- van a tener para Sorel un importante aspecto positivo, como fermentos de la acción. Muchos de su obra de agitador y revolucionario estará teñida de esta concepción, y particularmente las reflexiones.

De los dos principios esforzados, la dependencia de la razón con respecto a la técnica y el papel aglutinante de los sentimientos, deriva buena parte de la doctrina social de Sorel "su filosofía materialista del conocimiento hará reencontrar Sorel con el sindicalismo revolucionario el obrerismo metafísico se reconocerá en el obrerismo social."

Las actividades del sindicalismo francés en el período 1880-1890 nada deberá Sorel, sino a la inversa: Sorel encontrará en las prácticas obreras los componentes que le permitirán dar formas concretas a su doctrina social ya apoyada en los citados principios gnoseologicos. A partir de 1890 la clase trabajadora comienza largo se la conmoción de la comuna (1870-1871) y a organizarse en sindicatos modernos, además de enfrentarse directamente con el gobierno de la tercera república (el que pretende someter a los gremios a reglamentaciones inaceptables)

La Confederation General du Travail (C.G.T.) se constituye definitivamente en 1901, y Fernand Pelloutier surge como dirigente sindical renovador, proclamando que los gremios necesitan organizarse en forma independiente del estado y encargarse de todo lo referente a la vida material inmoral del obrero. La nueva C.G.T. no se dejan atraer por las promesas de coparticipación con el gobierno y los patronos en organismos mixtos y se inclina por las huelgas, los paros, las manifestaciones violentas, los enfrentamientos usted con la policía, el sabotaje, la acción directa, a lo largo y el ancho del país. Las huelgas tienen el objeto de luchar por reivindicaciones inmediatas a la vez que contribuyan a profundizar la brecha que separa a los asalariados de sus patrones y, en cierta medida, también del estado y los partidarios reformistas como el socialismo. El movimiento alcanza su apogeo hacia el primero de mayo de 1906, cuando propugna la jornada laboral de ocho horas: los obreros deciden no trabajar más que durante ése lapso, en virtud de su exclusiva voluntad, y abandonar sus ocupaciones sin solicitar autorización al patrón ni esperar legislación estado.

Incluso después de resumir de modo incompleto tantos acontecimientos del período, resulta fácil comprender cómo ese tipo de sindicalismo se avecinaba a las propias ideas de Sorel. Para este, ser hombre es comprender, y comprender es producir: el hombre verdadero, el único que le interesa, es el productor. Quien no produce es un parásito, desde el punto de vista económico y asimismo desde el punto de vista intelectual pues en los trabajadores radican todos los valores.

Ahora podemos esbozar los dos elementos fundamentales de la teoría social de Sorel. El primero, enfoque crítico por excelencia, es el anti-intelectualismo de que hizo gala tantas veces. El segundo, enfoque positivo, es el papel constructivo que puede y debe desempeñar el proletariado.

Con respecto al anti-intelectualismo, la posición de Sorel es sumamente clara: "otra ocupación que no depende del proceso de la producción, que no es trabajo manual y ni auxiliar indispensable del trabajo manual, o quien está ligada a este por ciertos vínculos tecnológicos y no se traduce por un tiempo socialmente necesario, no puede ser considerada en un régimen socialista más que como un lujo sin derecho a remuneración alguna". El autor, con todo, reserva para los intelectuales dos misiones coadyuvantes al triunfo de los ideales sindicalistas revolucionarios, a condición de que aquéllos renuncien al mesiasnismo y a las prebendas del sistema vigente. La primera misión es auxiliar, y consiste en trabajar como "empleados de los sindicatos"; la segunda es contribuir a deteriorar el prestigio de la cultura burguesa: "nuestro papel puede resultar útil a condición de que nos dediquemos anegar el pensamiento burgués, para poner en guardia al proletariado contra la invasión de ideas o costumbres de la clase enemiga, puede afirmarse sin cesar qué imitación de la burguesía conducir al proletariado a un estado de generación".

En cuanto a la parte positiva de su concepción social, Sorel la desarrolló sucesivamente en dos horas capitales, las ya citadas "El porvenir socialista de los sindicatos" (1898) y "Reflexiones sobre la violencia" (1908).

En "El porvenir socialista..." es notoria la influencia de Pelloutier y del movimiento obrero francés, y Sorel trata principalmente allí de lo que Louzon ha llamado el "aspecto racionalista del sindicalismo"; en las posteriores Reflexiones su énfasis destaca de preferencia los aspectos "pasionales" de dicho sindicalismo.

La primera de las obras nombradas constituye, pues, un necesario prólogo para entender las Reflexiones. En El porvenir socialista Sorel reitera su obsesión de que para fundar una "sociedad de productores". Nadie se encuentra mejor capacitado que los propios productores, no sólo porque éstos son quienes más interés tienen en el nuevo orden sino por porque son los únicos que realmente saben y comprender la tarea, ya que trabajó en la base del conocimiento. Para el proletariado, su taller o artesanía "es a la vez su pan, su laboratorio, su clase de filosofía y su mundo".

Partiendo de la clásica definición marxista de que el proletariado (clase "en si") debe adquirir la previa autoconciencia de clase "para sí" cuando emprenda el camino de una revolución triunfante, Sorel se preocupa por clasificar el modo de dicha adquisición de conciencia "para sí" por parte de los trabajadores. De acuerdo a Sorel, una clase no puede depender simplemente de la propaganda ideológica para lograr su autoconciencia: debe organizarse como una sociedad separada, con sus instituciones particulares, su propio derecho y su propia moral. El proletariado, en este caso, no puede crear su nueva sociedad en el seno de partidos políticos, como el socialismo, pues los mismos son copias serviles de los partidos burgueses. Todos los grupos políticos poseen idénticos fines: la conquista del poder, no la liberación del hombre que trabaja. La transformación proletaria sólo tendrá lugar en la sindicatos, organismos que por su misma naturaleza se encuentran cerrados a las elementos no-proletarios, creados por la clase obrera e indispensables para la defensa de la reivindicaciones diarias mediante la sindicatos, la clase laboriosa alcanzará construir en el seno de la sociedad burguesa una sociedad específicamente proletaria que, cuando llegué acaso el desarrollo suficiente, reemplazará la sociedad burguesa como forma de organización general.

Para lograr su objetivo final, será necesario que los sindicatos arrebaten al estado y al municipio, una por una, las atribuciones que al presente les pertenecen. La sindicatos se harán cargo, en un mañana que sentía como muy próximo, de mantener a las familias cuyos jefes prestan servicios a la causa revolucionaria, practicarán la inspección del trabajo, protegeran a la mujer y el niño, educaran a los jóvenes de hogares obreros, imponer sus propias reglas sobre moral y sobre el derecho de familia (la unión libre, por ejemplo, deberá gozar de los mismos derechos efectos que el matrimonio legítimo), etc.

Los peligros evidentes esta evolución progresiva de los sindicatos son advertidos a continuación por Sorel, quien los resume su concepto del eventual "aburguesamiento" de los grupos de trabajadores organizados dos puntos: "a la vez que se vuelven prudentes, las federaciones obreras muy grandes alcanzan a considerar las ventajas brindadas por la prosperidad de los patronos y a tomar en cuenta los intereses nacionales. El proletariado se encuentra arrastrado hacia una esfera que le es ajena: se convierte en colaborador del capitalismo. La paz social parece entonces muy próxima a transformarse en el régimen normal".

Nuestro autor busca un antídoto contra este peligro en los sentimientos de violencia, en buena medida irracionales, que provocan invertir en las huelgas en los trabajadores organizados. Precisamente, sus Reflexiones sobre la violencia cubren los aspectos más específicamente pasionales, o emotivos si se quiere, del sindicalismo. A partir de esta obra, Sorel irá dando una importancia de mayor a las emociones. La violencia pertenece, como es obvio, al plano emotivo, y es el resultado de un impulso sentimental que sirve para "aglutinar", fortalecer y concretizar la noción intelectual de lucha de clases. Por más que el obrero sepa que existe un antagonismo de intereses entre él y su patrón, dicho conocimiento no penetra el fondo de su conciencia, no se hace verdaderamente real, sino se apodera de sus emociones al punto de arrastrarlo a actos de violencia. Como dice, en síntesis, Louzon: "la violencia proletaria es garantía de la conciencia proletaria".

Las Reflexiones sorelianas, amén de prólogos y aprendices donde el escritor profundizar, modifica o completa los pensamientos volcados en el cuerpo de la obra, contiene siete capítulos básicos, de acuerdo siguiente detalle, necesariamente incompleto:

1. La lucha de clases y la violencia: Análisis de la idea de lucha de clases en las tácticas socialistas, en Francia contemporánea y en los sindicatos; crítica severa a las ilusiones referentes a la desaparición de la violencia en la sociedad actual.

2. La violencia y la decadencia de la burguesía: duro ataque a la labor del socialismo parlamentario, como colaborador embozado de la burguesía; planteo de la necesidad de una acción autónoma por parte del sindicalismo revolucionario; la violencia proletaria como factor esencial del marxismo; relaciones entre la revolución y la prosperidad económica.

3. Los prejuicios contra la violencia: examen de la violencia en la tradición revolucionaria francesa a partir de fines del siglo XVIII; papel represivo del estado burgués; demostración del oportunismo político de Jean Jaurès a través de su adoración por el éxito y su odio a vencidos; razones del antimilitarismo que profesa el sindicalismo revolucionario.

4. La huelga proletaria: Exposición de la noción de huelga general como mito del proletariado, y sus ventajas apreciables con respecto al socialismo parlamentario; discusión de los mitos en la historia, y su diferenciación de las utopías; perfeccionamiento del marxismo a través de huelga general; huelga general y lucha de clases; evaluación crítica de los llamados prejuicios científicos que se oponen a la huelga general.

5. La huelga general política: análisis del modo en que los políticos exhiben los sindicatos; diferencias entre las concepciones opuestas sobre la huelga general: socialismo parlamentario y sindicalismo revolucionario; opiniones sobre la guerra como fuente de heroísmo y sobre la dictadura del proletariado; distinciones entre la fuerza represiva del estado y la violencia regeneradora del proletariado; necesidad de una materia sobre la violencia proletaria.

6. La moral de la violencia: Panorama de las pretensiones conciliadoras la burguesía, y su horror a la violencia; la brutalidad en las escuelas y talleres; intentos para colocar el sindicalismo bajo control del estado, y explicación de interés mostrado por los políticos profesionales con respecto al arbitraje; recapitulación de las ideas de Proudhon sobre la moral, su importancia para el sindicalismo revolucionario, y el contraste con Inglaterra y Alemania.

7. La moral de los productores: Síntesis de las preocupaciones morales de la nueva escuela sindicalista y revolucionaria; necesidad de una nueva moral para los trabajadores organizados; analogías entre el espíritu de la huelga general y el de las guerras por la libertad; apología del sindicalismo como gente educador en la sociedad contemporánea.

El texto de las Reflexiones sobre la violencia luce una agilidad extraordinaria a 60 años desaparición como libro, aunque el pensamiento del autor se resiente por un excesivo romanticismo proletario y la falta de aplicación inmediata de muchas consignas emotivas, el tiempo transcurrido sea encargado de poner en evidencia.

Con todo, existen en las Reflexiones ciertos fragmentos de relevancia más que episódica donde Sorel procurará deslindar conceptos abstractos que todavía hoy conservan ejemplar actualidad.

Tal como lo preciso Goriely, Sorel distingue el mito de la utopía de esta forma: "la utopía es ese objetivo final fuera de nosotros como proyectado en la trama histórica; el mito es el objetivo final dentro de nosotros como la idea motriz de la extracción personal". El retórico francés intentó reemplazar el utopísmo del socialismo primitivo mediante la referencia a los mitos: como ejemplos de ellos enumera, entre otros, el catolicismo original, la reforma protestante, la Revolución Francesa, el Risorgimento, la huelga general. Los mitos, por su misma esencia, no se ven afectados por las críticas menudas ni por el aparente fracaso de sus creyentes en conseguir victorias inmediatas. Es que la utopía (Tomás moro, Campanella, Edward Bellamy) resulta el típico desarrollo de un mecanismo intelectual, en tanto que el mito se basan una reconstrucción anti-intelectual y, por ende, no es susceptible de reproches articulados según los métodos racionales análisis. El mito es indivisible y extensión limitada; con la utopía ocurre todo lo contrario. Sorel derivaba tales características del mito de su concepción del movimiento basado en la idea Bergsoniana de durèe (duración). Y, además como apunta lúcidamente Humphrey: "una diferencia básica entre el funcionamiento del mito, con su cualidad de infinito, y la utopía, cuyas aspiraciones finitas se pueden alcanzar mediante una reforma gradual, radica en que el mito, a través de su énfasis en la lucha de clases como principio fundamental de la táctica socialista, ofreció negociar increíblemente mayor de preservar la ideología puramente proletaria".

Hay otra pareja de conceptos -fuerza y violencia- que requiere breve aclaración antes de considerar los mitos propiamente Sorelianos.

Como Sorel debe mucho de su fama a la "apología de la violencia" (que, por supuesto, representaba para el algo muy distinto al terrorismo, al sabotaje o al mero derramamiento de sangre, pues poseía un hondo contenido moral y de legitima reacción contra el sistema político burgués), parece oportuno examinar a este respecto su completo desden por el estado en tanto que organización opresora del proletariado.

De ahí que Sorel, preciso como en muy pocas ocasiones, se haya tomado el trabajo de distinguir entre dos tipos de coerción, y sus palabras son ireemplazables: "a veces, los términos fuerza y violencia se utilizan indistintivamente para hablar de actos de autoridad o de actos de rebelión. Y es obvio que los dos casos gana lugar a consecuencias muy dispares. Pienso preferible adoptar una terminología que no dé lugar a ambigüedades, y reservar el vocablo violencia para los actos de rebelión. Se dirá, pues, que la fuerza tiene por objeto imponer cierto orden social a través del gobierno de una minoría, en tanto que la violencia tiende a la destrucción de dicho orden. La burguesía ha empleado la fuerza desde el inicio de los tiempos modernos, mientras el proletariado reacciona ahora contra la burguesía y contra el estado mediante la violencia".

El estado burgués es el instrumento de un grupo socio-económico privilegiado que sojuzga (por la fuerza) a los restantes grupos de la sociedad; únicamente el proletariado -"la clase más numerosa y la más pobre", como decía en otro contexto Saint-Simon- será capaz, por la violencia, de alterar el ciclo de luchas por el control del aparato gubernativo, y de llegar a la definitiva destrucción del propio estado.

La distinción de Sorel entre fuerza y violencia, empero, ofrece previsibles complicaciones, destaca Goriely: "es muy difícil, o casi imposible imaginar, una transformación parecida sin que llegue establecerse un poder contrapuesto, que detente la fuerza e incluso aspire a monopolizarla". El comunismo de Lenin resuelve la contradicción al instaurar una indefinida "dictadura del proletariado" dirigida por el Partido Comunista; Sorel apenas brinda una vaga confianza en la posibilidad renovadora de los sindicatos.

Pero la idea de la violencia en sentido casi soreliano sigue teniendo datos en los últimos años. Ernesto Guevara -claro que sin mencionar autor francés, pues su principal inspiracion es Lenin- lo declara sin rodeos: "en estas condiciones de conflicto, la oligarquía rompe sus propios contratos, su propia apariencia de "democracia" y ataca pueblo, aunque siempre traté de utilizar los métodos de la superestructura que ha formado para la opresión. Se vuelve a plantear en éste momento el dilema: ¿qué hacer? Nosotros contestamos: la violencia no es patrimonio de los explotadores, la pueden usar los explotados, más aún, la han de usar en su momento".

Volviendo a Sorel, después de haber tratado declara esos conceptos generales y previos, resulta evidente su posición sobre la lucha de clases. Como ya lo señaló en El porvenir socialista, "la lucha de clases es el alfa y el Omega del socialismo, quien es un concepto sociológico para uso de los sabios sin el aspecto ideológico de una guerra social proseguido por el proletariado contra el conjunto de los jefes de la industria; el sindicato es el instrumento de la guerra social".

Esta guerra social implica fundamentalmente su puesta en práctica mediante las huelgas; en las reflexiones Sorel introduce precisiones terminológicas que van al fondo de los diversos actos de violencia ejecutados por los sindicatos.

El mito soreliano más ambicioso es la huelga general proletaria, esto es, un prolongado ataque de los obreros contra los bastiones del gobierno. Su fin concreto es el derrocamiento de la sociedad capitalista, y nuestro autor restringia el contenido del socialismo a este tipo de huelga.

La huelga general política está conectada con los fines inmediatos de los socialistas del parlamento y en el gobierno. La huelga política es una huelga simbólica, que revela la magnitud del apoyo de las masas a las reivindicaciones socialistas.

El tercer tipo de huelga es la bien conocida huelga económica: su objetivo es el mejoramiento de las condiciones de los trabajadores. Carece de fines políticos, o sólo los prevé muy indirectamente. Sorel mostraba relativa indiferencia de la huelga económica. Como muchos revolucionarios sociales, aunque defendían el derecho de los obreros a mejorar su nivel de vida, temían a la ideología reformista (el "aburguesamiento") que de ordinario acompaña las huelgas puramente económicas.

De tres cosas íntimamente ligadas: el hecho de las huelgas, las consiguientes violencias y el mito de la huelga general como fuerza inspiradora, se desprende el concepto de la moral de los productores, con el cual termina Sorel el imponente andamiaje construido en las reflexiones sobre la violencia: "he establecido que la violencia proletaria revise un significado del todo diferente que le atribuyen los eruditos superficiales y los políticos. En el desmoronamiento absoluto de instituciones y costumbres subsiste aun algo poderoso, nuevo e intacto; expresandose con propiedad, ello constituye el alma del proletariado revolucionario. Tampoco irá a la rastra de la decadencia general de los valores morales, si los trabajadores cuentan con energía necesaria para cerrar el paso a los corruptores burgueses, y responder a sus insinuaciones con la brutalidad más simple".

Sorel y sus influencias

Las ideas sindicalistas de Sorel, según es corriente apuntar, han influido sobre personalidades y movimientos políticos tan dispersos como Mussolini y el fascismo italiano y Lenin y el comunismo soviético.

Sorel muere pocas semanas antes de la marcha sobre Roma que lleva a Mussolini al poder en 1922; por lo tanto, no alcanzó a conocer el apogeo del fascismo. Sabemos que el autor francés era mejor conocido y más difundido en Italia que en su patria, no sólo entre los medios socialistas y sindicalistas sino por intelectuales como Lacayo de Crose, Wilfredo Pareto y GIulemo Ferrero. Mussolini debió haber sentido la necesidad de apoyarse ideológicamente en una autoridad que ya no pudiera contradecirlo; a su modo, seguía el ejemplo de Lenin como heredero de Marx.

Mussolini y los fascistas habían empleado sistemáticamente el terrorismo, y Sorel había propiciado una apología de la violencia. Sorel postuló durante 30 años la lucha de clases y la independencia de los sindicatos, pero a través de Mussolini parecía apoyar la paz social y el corporativismo "fraternal" de obreros y patronos ante el altar de la patria el apóstol de acción directa resulta extrañamente reivindicado por quienes divinizaban el estado.

Mussolini, en síntesis, adoptó algunas fórmulas de Sorel fuera de contexto originario y las trastocó su beneficio. Entre la violencia soreliana y la fuerza mussoliniana debe hacerse la diferencia que existe entre "matar a un enemigo en combate y liquidar a un prisionero" (Louzon).

Lenin, con anterioridad de 1917, había calificado Sorel de "embrollón" (materialismo y empíriocriticismo), pero se olvida con frecuencia que aquel empleo dicho término refiriéndose "específicamente al ingreso de Sorel a problemas relativos al epistemológico y a la filosofía de las ciencias naturales". La oposición de Sorel al gobierno burgués, y su deseo de derrocarlo por la violencia sindical, encuentran un continuador práctico en Lenin (el estado de la revolución), aunque más adelante la burocratización de la Unión Soviética y el sometimiento de los sindicatos obreros al Partido Comunista no habrían contado con la aprobación del autor francés. Pero hasta la fecha de su muerte, Sorel apoyo -a veces críticamente- a Lenin en la lucha de este contra la burguesía, dentro y fuera de Rusia, y en sus esfuerzos en pro de una nueva sociedad de productores.

Con todo, las diferencias básicas entre Lenin y Sorel pueden resumir diciendo que el primero era un hombre político que creía que la acción revolucionaria debía darse a través de una vanguardia organizada de agitadores profesionales, es decir, el Partido Comunista; para el segundo, las instituciones económicas del proletariado constituían el exclusivo agente de la revolución.

Fuera del fascismo italiano y del comunismo soviético, las influencias de Sorel en el pensamiento político del siglo XX son menos importantes y más dispersas. Cuando muere Sorel, ya ha pasado el cenit del sindicalismo autónomo y combativo, y lo que empieza forjarse es el comunismo a la rusa, y posteriormente sus variantes al estilo de las "democracias populares", la revolución china, la revolución cubana, etc. que, claro está, no continúan las ideas de Sorel. Este se eclipsa físicamente cuando ya ha perecido su mundo intelectual, el anterior a la Primera Guerra Mundial.

Así, por ejemplo, pueda recordarse el ala "soreliana" que se separó del Partido Socialista Argentino en 1906, insistiendo en la revolución mediante la huelga general y en "todo el poder sindicatos"; el influjo del teórico francés en autores ingleses como Wyndham Lewis (The Art Of Being Ruled, 1926) y T.E. Hulme (Speculations, 1924), y en la producción de un grupo reducido de seguidores del maestro su tierra (Daniel Halèvy, Paul Bourget con su pieza teatral La Barricada, Georges Valois, los hermanos Jèrome y Jean Tharaud, Èdouard Berth, Pierre Andreau), oscilantes entre la derecha y la izquierda del espectro político. Los norteamericanos Max Ascoli (The Power _Of Freedom 1949) y James Burnham (The Machiavellians, 1943) también han experimentado lección de nuestro autor.

De ideas sorelianas, por fin, pueden rastrearse en figuras que se hallan muy lejos de responder directamente al apóstol del sindicalismo. Albert Camus, en su dicotomía de rèvolte y revolution, parece recapitular las conocidas oposiciones entre mito y utopía o entre fuerza y violencia: "la revolución es la inserción de la idea en la experiencia histórica, en tanto que la rebelión sólo es el movimiento que lleva de la experiencia individual a la idea" (L`homme rèvolte). El personalismo católico de Emmanuel Mounier (fundador de la revista Espírit) y el existencialismo de Maurice Merleau-Ponty (Humanisme et terreur, Les Aventures de la Dialectique) conocen lejanas raíces sorelianas, sobre todo cuando Merleau-Ponty afirma que proletariado posee un destino revolucionario especial porque es la única clase que resume en sí la verdadera universalidad y la conciencia del destino histórico.

La herencia del Sorel de las Reflexiones, la descomposición del marxismo y Las Ilusiones del Progreso (libro de 1908 en que el autor procuró separar la tradición burguesa del racionalismo frente a la tradición socialista de la praxis), se reduce a su énfasis anti-intelectualista y a su exigencia de que es necesaria la lucha de clases, que sólo puede resolverse mediante la violencia del proletariado organizado. Sorel creía en el poder regenerador de los sindicatos porque pensaba que la disciplina emanada de la producción industrial era la base fundamental de esa "nueva moral" con que siempre soñó. Quería que los obreros, en sus sindicatos, podrían desarrollar una disciplina basan su trabajo que, a su turno, resultaría en una reorganización social y política capaz de transformar las sociedad burguesa en una pujante "sociedad de productores".

Sorel es una figura aislada que pertenece más al siglo XIX que al siglo XX. No creó -como Marx- una escuela ni una doctrina que lo prolonguen el mundo contemporáneo; fue, en suma, un individualista político y un moralista del socialismo. Sorel se contentó con cumplir siendo un "viejo obstinado en ser, como lo fue Proudhon, un servidor desinteresado del proletariado". Ni más ni menos.

jueves, 29 de octubre de 2009

Lo que Metternich Entedía por Caos

Por Oswald Spengler

Lo que Metternich entendía por caos y quería mantener alejado de Europa por el mayor tiempo posible con su actividad resignada e infecunda, orientada tan sólo a la conservación de 1o existente, no era tanto el derrumbe de ese sistema de Estados y el equilibrio de las potencias, como el derrumbe paralelo en las distintas naciones de la propia soberanía del Estado; una soberanía que desde entonces, incluso como concepto, se ha perdido a los efectos prácticos. Lo que hoy reconocemos como «orden» y fijamos en constituciones «liberales» no es más que una anarquía hecha costumbre. La llamamos democracia, parlamentarismo o soberanía popular; pero de hecho no es sino la simple ausencia de una autoridad consciente de su responsabilidad; es la inexistencia de un Gobierno y, con ello, de un verdadero Estado.

La historia humana en la edad de las culturas superiores es la historia de los poderes políticos. La forma de esta historia es la guerra. También la paz forma parte de ella. Es la continuación de la guerra con otros medios: por parte de los vencidos es la tentativa de libertarse de las consecuencias de la guerra por medio de tratados y, por parte del vencedor, es la tentativa de perpetuar dichas consecuencias. Un Estado es el «estar en forma» de una unidad nacional, por él constituida y representada, para poder hacerle frente a guerras reales y posibles.

Cuando este «estar en forma» es muy vigoroso, posee ya por sí mismo el valor de una guerra victoriosa ganada sin armas, sólo por el peso del poder disponible. Cuando es débil, equivale a una derrota constante en las relaciones con otras potencias. Los Estados son unidades puramente políticas, unidades de un poder que actúa hacia afuera. No están ligados a unidades de raza, idioma o religión, sino que se ubican por encima de ellas. Cuando coinciden o pugnan con tales unidades, su fuerza se hace, por regla, menor – nunca mayor – a consecuencia de la contradicción interna. La política interior existe tan sólo para asegurar la fuerza y la unidad de la exterior. Allí donde persigue fines distintos, particulares, comienza la decadencia, el estar «fuera de forma» del Estado.

Al «estar en forma» por parte de una potencia como Estado entre Estados pertenece, sobre todo, el vigor y la unidad de la conducción, del gobierno, de la autoridad, sin la cual el Estado de hecho no existe. Estado y Gobierno son la misma forma, ya sea como existencia o como actividad. Las potencias del siglo XVIII estaban en forma, rigurosamente determinada por la tradición dinástica, cortesana y social y ampliamente idéntica con ella. El ceremonial, el tacto de la buena sociedad, las maneras distinguidas de actuar y tratar son tan sólo una expresión visible de ello. También Inglaterra estaba «en forma»: su situación insular substituía rasgos esenciales del Estado y en el Parlamento gobernante existía una forma plenamente aristocrática y muy eficaz, fijada por viejos usos, de tratar los asuntos. Francia llegó a la revolución no porque «el pueblo» se alzara contra el absolutismo, que allí no existía ya, ni tampoco por la miseria y las deudas de la nación, mucho mayores en otras, sino porque la autoridad estaba en vías de disolución. Todas las revoluciones comienzan con la desintegración de la soberanía del Estado. Una revuelta callejera no puede tener ese efecto. Se produce sólo como consecuencia de esa desintegración. Una república moderna no es más que la ruina de una monarquía que se ha abandonado a si misma.

Con el siglo XIX, las potencias pasan de la forma del Estado dinástico a la del Estado nacional. Pero ¿qué significa esto? Naciones, esto es: pueblos cultos, existían ya desde mucho tiempo atrás. En general, coincidían también con el área de poderío de las grandes dinastías. Estas naciones eran ideas en el sentido en que Goethe habla de la idea de su existencia: constituían la forma interior de una vida significativa que, inconsciente e inadvertidamente, se concreta en cada hecho y en cada palabra. Pero «la nation» en el sentido de 1789 fue un ideal racionalista y romántico; la imagen de una expresión de deseos con una tendencia manifiestamente política, por no decir social. Esto ya nadie puede distinguirlo en esta época superficial. Un ideal es el resultado de una reflexión, un concepto o una tesis, que ha de ser formulada para «tener» el ideal. A consecuencia de ello, pronto se convierte en una frase hecha que se emplea sin darle ya contenido mental alguno. En cambio, las ideas carecen de palabras. Rara vez, o nunca, emergen en la conciencia de sus portadores y apenas pueden ser formuladas en palabras por los demás. Tienen que ser sentidas en la imagen del acontecer y descritas en sus realizaciones. No se dejan definir. No tienen nada que ver con deseos ni con fines. Son el oscuro impulso que adquiere forma en algo viviente y tiende a realizarse en una dirección a manera de destino, más allá de la vida individual. Es la idea de lo Romano, la idea de las Cruzadas, la idea fáustica de la aspiración al infinito.

Las verdaderas naciones son ideas, incluso todavía hoy. Pero lo que el nacionalismo quiere decir desde 1789 se caracteriza ya por confundir la lengua materna con el lenguaje escrito de las grandes ciudades en el que cada uno aprende a leer y escribir; esto es: con el lenguaje de los periódicos y las revistas que ilustran a todo ciudadano sobre el «derecho» de la nación y sobre su necesaria liberación de cualquier cosa. Las verdaderas naciones son, como todo cuerpo viviente, de rica articulación interna; por su mera existencia constituyen ya una especie de orden. Pero el racionalismo político entiende por «nación» la libertad de, y la lucha contra, todo orden. Nación equivale, para él, a masa amorfa y sin estructura, sin dueño ni finalidad. A esto lo llama soberanía del pueblo. Es característico que se olvide del pensamiento y el sentimiento del campesinado; desprecia los usos y costumbres de la auténtica vida popular a la cual pertenece muy especialmente el respeto por la autoridad. Es que no conoce respeto alguno. Conoce sólo principios procedentes de teorías. Sobre todo el principio plebeyo de la igualdad, esto es: la sustitución de la odiada calidad por la cantidad y de la envidiada capacidad por el número. El nacionalismo moderno substituye el pueblo por la masa. Es por completo revolucionario y urbano.

Lo más funesto de todo es el ideal del gobierno del pueblo «por sí mismo». Un pueblo no puede gobernarse a sí mismo, como tampoco mandarse a sí mismo un ejército. Tiene que ser gobernado, y así lo quiere también mientras posee instintos sanos. Pero lo que se quiere decir con eso del «gobierno del pueblo» es algo muy distinto: el concepto de la representación popular adquiere inmediatamente el papel principal en cada uno de esos movimientos. Llegan personas que autodenominan «representantes» del pueblo y se ofrecen como tales. Pero se proponen «servir al pueblo»; lo que quieren es servirse del pueblo para fines propios, más o menos sucios, entre los cuales la satisfacción de la vanidad es el más inocente de todos. Combaten a los poderes tradicionales para ocupar su lugar. Combaten el orden del Estado porque el Estado impide el tipo de actividad que realizan. Combaten toda clase de autoridad porque no quieren ser responsables ante nadie y ellos mismos huyen de toda responsabilidad. Ninguna constitución contiene una instancia ante la cual tengan que justificarse los partidos políticos. Combaten, sobre todo, la forma cultural lentamente crecida y madurada del Estado, porque no la poseen íntimamente – como sí la poseía la “buena sociedad”, la society del siglo XVIII – y perciben, por lo tanto, como coerción lo que no lo era para el hombre culto. De este modo nace la «democracia» del siglo, que no es forma, sino ausencia de forma en todo sentido y por principio. Nacen así también el parlamentarismo como anarquía constitucional y la república como negación de toda clase de autoridad.

De este modo, los Estados europeos perdieron tanto más la forma cuanto más «progresistamente» fueron gobernados. Éste fue el caos que movió a Metternich a combatir a la democracia sin distinción de orientaciones – tanto a la romántica de las guerras de independencia como a la racionalista de los asaltantes de la Bastilla, reunidas luego en 1848 – y a ser igualmente conservador frente a todas las reformas. Desde entonces, en todos los países se formaron partidos políticos; esto es, aparte de idealistas individuales se constituyeron grupos de políticos profesionales de dudoso origen y más que dudosa moral: periodistas, abogados, corredores de Bolsa, literatos, funcionarios partidarios. Gobernaron representando a sus intereses. Los monarcas y los ministros habían sido siempre responsables ante alguien, por lo menos ante la opinión publica. Sólo estos grupos no tenían que rendir cuentas ante nadie. La prensa, nacida como órgano de la opinión pública, servía ya desde mucho tiempo atrás a quien la pagaba. Las elecciones, otrora expresión de esa opinión pública, llevaban a la victoria al partido detrás del cual se congregaban los poseedores de dinero más importantes. Si a pesar de todo existía aún una especie de orden estatal, de gobierno escrupuloso y de autoridad, era por los restos de las formas del siglo XVIII que se conservaban en figura de la monarquía, por muy constitucional que fuera, y por los restos que subsistían en los cuerpos de oficiales, en la tradición diplomática y, en Inglaterra, en los antiquísimos usos del Parlamento, sobre todo de la Cámara Alta y en sus dos partidos. A ellos se deben todos los logros estatales obtenidos a pesar de los parlamentos. Si Bismarck no hubiera podido apoyarse en su rey habría sucumbido en el acto frente a la democracia. El diletantismo político, cuya palestra eran los parlamentos, veía consecuentemente también con desconfianza y odio a estos poderes tradicionales. Los combatió a fondo sin considerar las consecuencias externas. De este modo la política interior llegó a ser en todas partes un ámbito que, rebasando ampliamente su verdadera importancia, atrajo forzosamente la actividad de todos los estadistas experimentados haciendo que en él derrocharan su tiempo y sus energías. Por esta política interior se olvidó, y se quiso olvidar, el sentido original de la conducción del Estado que es la dirección de la política exterior. Éste es el estado intermedio anarquista que hoy se llama democracia y que, desde la destrucción de la soberanía monárquica del Estado por parte del racionalismo político plebeyo, conduce a un cesarismo futuro que hoy comienza a anunciarse en silencio con tendencias dictatoriales y que está destinado a reinar sin límites sobre las ruinas de la tradición histórica.

domingo, 25 de octubre de 2009

La Ciencia debe Desechar el Copyright

Por Richard Stallman


Debería ser un axioma que la literatura científica existe para divulgar el conocimiento científico, y que las revistas científicas existen para facilitar este proceso. Por consiguiente, las reglas de uso de la literatura científica deberían diseñarse para ayudar a conseguir este objetivo.

Las reglas que tenemos ahora, conocidas como copyright, fueron establecidas en la era de la imprenta, un método intrínsecamente centralizado para la producción masiva de copias. En el contexto de la imprenta, el copyright sobre los artículos de publicaciones sólo restringía a los editores, obligándoles a obtener un permiso para publicar un artículo, y a los posibles plagiarios. Esto ayudó a que las revistas activaran y divulgaran el conocimiento sin interferir en el provechoso trabajo de los científicos o estudiantes, ya sea como escritores o como lectores de artículos. Estas reglas se adecuaban bien a dicho sistema.

La tecnología moderna para las publicaciones científicas es, sin embargo, Internet.

¿Qué reglas asegurarían mejor la divulgación de los artículos científicos y del conocimiento en la Red? Los artículos deberían de distribuirse en formatos no propietarios, de acceso abierto para todos. Y todos deberían de tener el derecho de reproducir los artículos, esto es, de reeditarlos íntegramente con su adecuada atribución.

Estas reglas deberían aplicarse tanto a los artículos pasados como a los futuros, cuando se distribuyen en formato digital. Pero no hay ninguna necesidad crucial de cambiar el sistema de copyright actual aplicado a la edición impresa de revistas, porque el problema no afecta a ese dominio.

Por desgracia, parece que no todo el mundo está de acuerdo con los axiomas que encabezan este artículo. Muchos editores de revistas parecen creer que el propósito de la literatura científica es permitirles editar revistas para cobrar suscripciones de científicos y estudiantes. Esta forma de pensar se conoce como «confundir los medios con los fines».

Su proceder ha consistido en restringir el acceso a la lectura de literatura científica, incluso a aquellos que pueden pagar y que pagarán por ello. Usan la legislación de copyright, todavía vigente a pesar de su inadecuación a las redes informáticas, como una excusa para detener a los científicos en la selección de nuevas reglas.

En nombre de la cooperación científica y del futuro de la humanidad, debemos rechazar tal enfoque desde su raíz —no sólo los sistemas restrictivos que se han establecido, sino las prioridades equivocadas que los inspiraron.

Los editores de revistas a veces argumentan que el acceso on line requiere servidores caros de alta capacidad y que deben cobrar tarifas de acceso para pagar estos servidores.

Este «problema» es una consecuencia de su propia «solución». Concede a todo el mundo la libertad de autoeditar, y las bibliotecas en todo el mundo montarán páginas de libre publicación para responder a la demanda. Esta solución descentralizada reducirá las necesidades de ancho de banda de la red y proveerá un acceso más rápido, a la vez que se protege la documentación académica contra pérdidas accidentales.

Los editores también sostienen que pagar a los encargados de la página obliga a cobrar por el acceso. Aceptemos la suposición de que los encargados deben ser pagados; para este viaje no hacen falta alforjas. El coste de la edición de un revista normal está entre el uno y el tres por ciento del coste de financiar la investigación para producirla. Un porcentaje tan pequeño difícilmente puede justificar que se obstaculice el uso de los resultados.

En su lugar, el coste de la edición puede cubrirse, por ejemplo, cobrando a los autores por publicar en la página, y estos pueden traspasar estos pagos a los patrocinadores de su investigación. A los patrocinadores no les debería de importar, dado que ya pagan por la publicación de una forma más molesta, a través de las tarifas astronómicas que abonan para que la biblioteca universitaria se suscriba a la revista. Mediante el cambio de modelo económico para que los patrocinadores de la investigación cubran los costes de la edición, podemos eliminar la necesidad aparente de restringir el acceso. El autor fortuito que no pertenece a ninguna institución o empresa, y que no tiene patrocinador, podría estar exento de estos pagos, con los costos derivados a los autores patrocinados.

Otra justificación para las tarifas de acceso a las publicaciones de Internet es que pueden financiar la reconversión de los archivos impresos de un revista a un formato on line. Este trabajo tiene que hacerse, pero deberíamos buscar formas alternativas de financiarlo que no supongan obstruir el acceso a los resultados. El trabajo en sí mismo no será más difícil ni costará más. Digitalizar los archivos y malgastar los resultados por restringir el acceso a ellos es algo autodestructivo.

La Constitución de los EE.UU. dice que el copyright existe «para promover el progreso de la ciencia». Cuando el copyright impide el progreso de la ciencia, la ciencia debe desechar el copyright.

viernes, 23 de octubre de 2009

El Lugar de la Política y la Economía

Por Oswald Spengler

Entre las señales más graves de la decadencia de la soberanía del Estado se cuenta el hecho de que, durante el curso del siglo XIX llegó a predominar la impresión de que la economía es más importante que la política. De las personas que hoy intervienen de algún modo en las decisiones, no hay apenas una que rechace resueltamente tal afirmación. No sólo se considera al poder político como un elemento más de la vida pública cuya misión principal – cuando no la única – es servir a la economía, sino que se espera que la política se someta por completo a los deseos y a los criterios de la economía y, finalmente, que sea capitaneada por los directores de la economía. Así ha sucedido realmente en amplia escala y el resultado de ello es algo que nos enseña la historia contemporánea.

En realidad, en la vida de los pueblos la política y la economía son inseparables. Son, como no puedo dejar de repetir, dos aspectos de la misma vida, pero pasa con ellos lo que con el mando de un buque y la consignación de su carga. A bordo, la primera persona es el capitán, no el comerciante al que pertenece la mercadería cargada. Si hoy predomina la impresión de que la dirección de la economía es el elemento más poderoso, es porque la dirección política ha sucumbido a la anarquía partidista y no merece ya el nombre de verdadera dirección, y porque, por consiguiente, la dirección económica parece sobresalir. Pero cuando, después de un terremoto, entre las ruinas queda en pie una sola casa, esto no quiere decir que esa casa era la más importante. En la Historia, mientras la misma transcurrió «en forma» y no de un modo tumultuoso y revolucionario, el dirigente económico no ha sido jamás el dueño de las decisiones. Se adaptó a las consideraciones políticas y las sirvió con los medios que tenía a su alcance. Aunque la teoría materialista enseñe lo contrario, sin una política fuerte no ha habido nunca, en ningún lado, una economía fuerte. Adam Smith, el fundador de esa teoría, consideró la vida económica como si fuese la auténtica vida humana y el hacer dinero como el sentido de la historia, y solía calificar a los estadistas de animales dañinos. Pero justamente en Inglaterra no fueron comerciantes y fabricantes, sino políticos auténticos como los dos Pitt, los que – con una magnífica política exterior y muchas veces contra la exaltada oposición de los economistas miopes – convirtieron la economía inglesa en la primera del mundo. Fueron estadistas puros los que llevaron la lucha contra Napoleón hasta el borde de la ruina económica, porque veían más allá del balance del año siguiente: a la inversa de lo que sucede hoy en día. En la actualidad, debido a la insignificancia de los estadistas dirigentes, personalmente interesados casi todos en negocios particulares, el hecho es que la economía interviene decisivamente en las resoluciones. Pero ahora ya se trata de la economía. en su totalidad: no son sólo los Bancos y los grupos económicos, con o sin disfraz partidario, sino también aquellos grupos orientados al aumento de los salarios y a la disminución del trabajo que se llaman partidos obreros. Y esto último es la consecuencia necesaria de lo primero. Ésa es la tragedia de toda economía que quiere auto-asegurarse políticamente. También esto comenzó en 1789 con los girondinos que quisieron convertir los negocios de la burguesía pudiente en el sentido de la existencia de los poderes del Estado, cosa que luego, bajo Luis Felipe, el rey burgués, pasó a ser en gran medida un hecho consumado. La sospechosa consigna de «Enrichissez-vous» se ha convertido en moral política. Ha sido demasiado bien comprendida y seguida, y no sólo por el comercio y la industria y por los políticos mismos, sino también por la clase asalariada que por aquél entonces – 1848 – también se aprovechó de las ventajas del derrumbe de la soberanía del Estado. Con ello adquiere una tendencia económica la larvada revolución de todo el siglo que terminó recibiendo el nombre de democracia y que se enfrentó periódicamente al Estado mediante revueltas masivas, con elecciones o barricadas, y con «representantes del pueblo» que en el parlamento obligan ministros a renunciar y niegan aumentos de presupuesto. Sucedió también en Inglaterra, donde la teoría librecambista del manchesterianismo fue aplicada por las Trade Unions a la práctica de comerciar con la mercancía «trabajo»; algo que Marx y Engels desarrollaron luego teóricamente en el Manifiesto comunista. Con esto se completa ya la suplantación de la política por la economía; el Estado termina sustituido por el mostrador, los diplomáticos por los dirigentes de las organizaciones obreras. Es en esto y no en las consecuencias de la guerra mundial que yacen los gérmenes de la catástrofe económica actual. La misma no es, con toda su gravedad, más que una consecuencia del derrumbe del poder del Estado.

La experiencia histórica hubiera debido servir de advertencia al siglo. Sin la garantía de una dirección estatal orientada hacia una política de poderío ninguna empresa económica ha logrado realmente jamás sus objetivos. Es un error argumentar en contrario las expediciones de saqueo de los vikingos con las que se inicia el dominio marítimo de los pueblos occidentales. El objetivo de los vikingos era, evidentemente, el botín – si formado por territorios, personas o tesoros, es una pregunta que viene en segundo término. Pero la nave era un Estado de por sí; y el plan de navegación, el mando supremo y la táctica, eran auténtica política. Allí donde el barco se convirtió en flota se fundaron en seguida Estados y precisamente con gobiernos de manifiesta soberanía, como en Normandía, Inglaterra y Sicilia. La Hansa alemana habría seguido siendo una gran potencia económica si Alemania misma hubiera llegado a serlo políticamente. Desde que terminó esa poderosa alianza de ciudades – cuya protección política nadie entendió como misión de un Estado alemán – Alemania quedó excluida de las grandes combinaciones económicas mundiales del Occidente. Sólo en el siglo XIX volvió a intervenir en ellas, y no por esfuerzos privados sino tan sólo por la creación política de Bismarck que fue la precondición para el escalamiento imperialista de la economía alemana.

El imperialismo marítimo, esa expresión del impulso fáustico hacia el infinito, comenzó a adquirir formas de gran envergadura cuando, en 1453, la conquista de Constantinopla por los turcos cerró políticamente los caminos económicos de Asia. Este fue el motivo profundo del descubrimiento de la ruta marítima de las Indias orientales por los portugueses y del descubrimiento de América por los españoles, detrás de quienes estaban las grandes potencias de la época. Las motivaciones impulsoras en lo individual fueron la ambición, el placer por la aventura, el combate y el peligro, la sed de oro; pero no los «buenos negocios». Las tierras descubiertas tenían que ser conquistadas y dominadas; tenían que fortalecer el poder de los Habsburgos en las combinaciones europeas. El Imperio en el que no se ponía el sol era una construcción política; el resultado de una excelente conducción del Estado y sólo en esa medida fue un campo propicio para éxitos económicos. No fue diferente cuando Inglaterra conquistó la primacía, no por su fuerza económica, inexistente al principio, sino por el inteligente gobierno de la nobleza. Inglaterra se hizo rica gracias a las batallas, no gracias a la contabilidad y a la especulación. Por eso el pueblo inglés – por muy «liberal» que haya sido al hablar y al pensar – fue, sin embargo y en la práctica, el más conservador de Europa. Conservador en el sentido de mantener todas las formas de poder del pasado, hasta en sus más mínimos detalles ceremoniales, aunque causaran risa y a veces desprecio. Mientras no se vislumbrara una forma nueva más fuerte Inglaterra conservó todas las antiguas: los dos partidos, la manera en que el Gobierno se mantenía independiente del Parlamento en sus decisiones, la Cámara Alta y la realeza como factores de sensatez en situaciones criticas. Este instinto ha salvado una y otra vez a Inglaterra, y si hoy se extingue, su extinción significará no sólo la pérdida de su posición política mundial, sino también de la económica. Mirabeau, Talleyrand, Metternich y Wellington no entendían nada de economía. Lo cual es, desde luego, criticable. Pero peor hubiera sido que un especialista en Economía tratara de hacer política en lugar de ellos. Recién cuando el imperialismo queda en manos de mercaderes económicos y materialistas, cuando cesa de constituir una política de poderío, recién entonces decae rápidamente desde el interés de quienes conducen la economía hasta el ámbito de la lucha de clases de quienes ejecutan el trabajo. De este modo se desintegran las grandes economías nacionales y arrastran consigo a las grandes potencias hacia el abismo.

lunes, 19 de octubre de 2009

Carl Schmitt ante el Internacionalismo Pacifista

Por Luis Oro Tapia

El liberalismo aspira a construir una legalidad internacional similar a la vigente al interior de los Estados liberales. Tal legalidad tendría primordialmente dos objetivos: bloquear el uso de la violencia a través de un dispositivo de normas y funcionar como instancia de resolución de conflictos internacionales. La meta es construir una réplica del Estado de Derecho, pero a nivel internacional. Cuando se estuvo más cerca de plasmar este ideal en la realidad fue en los años inmediatamente posteriores al Tratado de Versalles. De hecho, a principios de la década de 1920 surgió “una actividad jurídica internacional que tenía cierta similitud aparente con la actividad jurídica interior de un Estado. Esto llevaba a la idea falsa de que todo lo que había surgido dentro del Estado en jurisprudencia, métodos procesales y ciencia jurídica, podía aplicarse desde la vida jurídica interior del Estado a la actividad jurídica internacional de los Estados”. Por cierto, se intentó reproducir la racionalidad jurídica que imperaba al interior del Estado a las relaciones jurídicas entre los Estados. Pero al igual que en el plano interno cabe preguntarse quién dicta las reglas y en beneficio de quién. En efecto, en lo que respecta a la construcción de la legalidad internacional también es aplicable la sentencia hobbeseana “auctoritas, non veritas facit legem”, que tan reiteradamente cita Schmitt. Por consiguiente, la legalidad internacional también sería expresión de las relaciones de poder existentes entre los Estados y dicha legalidad también respondería a determinados intereses y a ella también serían imputables las inconsistencias que posee el Estado de Derecho en el plano interno.

Para un Estado débil que esté imbuido de la ideología liberal “sería una torpeza creer que un pueblo no tiene más que amigos, y un cálculo escandaloso suponer que la falta de resistencia va a conmover al enemigo”. En el supuesto que una comunidad políticamente organizada decida renunciar al ius belli y a distinguir, por consiguiente, entre amigos y enemigos, ello no implica en modo alguno que se evapore la política y que, acto seguido, se extingan todas las relaciones de poder en el planeta. Nada de eso ocurriría. Por cierto, en la eventualidad de que un pueblo haya perdido la fuerza o la voluntad para sostenerse en la esfera de lo político, no implica en modo alguno que vaya a desaparecer la política del mundo; “lo único que desaparecerá en ese caso será un pueblo débil”, concluye Schmitt.

La política, hipotéticamente, llegará a su fin cuando no exista ninguna posibilidad de que se constituya la relación amigo-enemigo; en tal caso la probabilidad de que estalle un conflicto violento sería nula. ¿Será ello factible? Aunque Schmitt no lo hace, sería conveniente preguntarse, junto con Maquiavelo, si la naturaleza humana permite tanta perfección. Para Schmitt, quien tiene una visión hobbeseana de la naturaleza humana, una sociedad universal pacífica, similar al Estado Homogéneo Universal que concibe Fukuyama, es algo imposible. No solamente porque no existirían pueblos que constituyan unidades políticas (en el sentido schmittiano de la expresión), sino porque, además, tampoco habría antagonismos ni grupos hostiles capaces de configurar la relación amigo-enemigo. En última instancia, la política es ineludible, puesto que por naturaleza el hombre es un ser conflictual y es precisamente el antagonismo el que suscita la dinámica de la relación amigo-enemigo.

Pero si se lograra instaurar, como aspira el liberalismo, algo similar al Estado de Derecho en el plano de las relaciones internacionales, ello no implicará en modo alguno la completa eliminación del uso de la fuerza. La coacción física seguirá usándose, pero cambiará la denominación del sujeto sobre el cual se aplicará la fuerza y también la forma como se justificará su uso. El sujeto ya no será un enemigo, sino que será un criminal, un delincuente, un infractor del orden y de la legalidad internacional. En efecto, él ya no tendrá el status de enemigo político, sino que será un delincuente y sobre él se dejará recaer todo el peso de la ley, el que en última instancia se hace efectivo a través de los dispositivos de coacción física que asisten a las normas jurídicas. Según Schmitt, para la puesta en práctica de tal orden, el liberalismo ha creado todo un arsenal semántico, un nuevo vocabulario, esencialmente pacifista, que “ya no conoce la guerra sino únicamente ejecuciones, sanciones, expediciones de castigo, pacificaciones, protección de pactos, medidas para garantizar la paz [y] al adversario ya no se llama enemigo, pero en su condición de estorbo y ruptura de la paz se lo declara hors-la-loi y hors l’humanité”.

sábado, 17 de octubre de 2009

John William Cooke, un Revolucionario Aguerrido de la Causa Nacional



"En las actuales circunstancias, el nacionalismo sólo es posible como una política antiimperialista consecuente (...) y si en lugar de ella se toman medidas aisladas dentro del contexto de nuestra dependencia integral, el resultado es, que al final hay que buscar acuerdos con el imperialismo pagando altos precios económicos y políticos para compensar los desplantes iniciales."

viernes, 16 de octubre de 2009

La definición de software libre

Por Richard Stallman

El «software libre» es una cuestión de libertad, no de precio. Para comprender este concepto, debemos pensar en la acepción de libre como en «libertad de expresión» y no como en «barra libre de cerveza».

Con software libre nos referimos a la libertad de los usuarios para ejecutar, copiar, distribuir, estudiar, cambiar y mejorar el software. Nos referimos especialmente a cuatro clases de libertad para los usuarios de software:

Libertad 0: la libertad para ejecutar el programa sea cual sea nuestro propósito.

Libertad 1: la libertad para estudiar el funcionamiento del programa y adaptarlo a tus necesidades —el acceso al código fuente es condición indispensable para esto.

Libertad 2: la libertad para redistribuir copias y ayudar así a tu vecino.

Libertad 3: la libertad para mejorar el programa y luego publicarlo para el bien de toda la comunidad —el acceso al código fuente es condición indispensable para esto.

Software libre es cualquier programa cuyos usuarios gocen de estas libertades. De modo que deberías ser libre de redistribuir copias con o sin modificaciones, de forma gratuita o cobrando por su distribución, a cualquiera y en cualquier lugar. Gozar de esta libertad significa, entre otras cosas, no tener que pedir permiso ni pagar para ello.

Asimismo, deberías ser libre para introducir modificaciones y utilizarlas de forma privada, ya sea en tu trabajo o en tu tiempo libre, sin siquiera tener que mencionar su existencia. Si decidieras publicar estos cambios, no deberías estar obligado a notificárselo a ninguna persona ni de ninguna forma en particular.

La libertad para utilizar un programa significa que cualquier individuo u organización podrán ejecutarlo desde cualquier sistema informático, con cualquier fin y sin la obligación de comunicárselo subsiguientemente ni al desarrollador ni a ninguna entidad en concreto.

La libertad para redistribuir copias supone incluir las formas binarias o ejecutables del programa y el código fuente tanto de las versiones modificadas como de las originales —la distribución de programas en formato ejecutable es necesaria para su adecuada instalación en sistemas operativos libres. No pasa nada si no se puede producir una forma ejecutable o binaria —dado que no todos los lenguajes pueden soportarlo—, pero todos debemos tener la libertad para redistribuir tales formas si se encuentra el modo de hacerlo.

Para que las libertades 2 y 4 —la libertad para hacer cambios y para publicar las versiones mejoradas— adquieran significado, debemos disponer del código fuente del programa. Por consiguiente, la accesibilidad del código fuente es una condición necesaria para el software libre.

Para materializar estas libertades, deberán ser irrevocables siempre que no cometamos ningún error; si el desarrollador del software pudiera revocar la licencia sin motivo, ese software dejaría de ser libre.

Sin embargo, ciertas normas sobre la distribución de software libre nos parecen aceptables siempre que no planteen un conflicto con las libertades centrales. Por ejemplo, el copyleft, grosso modo, es la norma que establece que, al redistribuir el programa, no pueden añadirse restricciones que nieguen a los demás sus libertades centrales. Esta norma no viola dichas libertades, sino que las protege.

De modo que puedes pagar o no por obtener copias de software libre, pero independientemente de la manera en que las obtengas, siempre tendrás libertad para copiar, modificar e incluso vender estas copias.

El software libre no significa que sea «no comercial». Cualquier programa libre estará disponible para su uso, desarrollo y distribución comercial. El desarrollo comercial del software libre ha dejado de ser excepcional y de hecho ese software libre comercial es muy importante.

Las normas sobre el empaquetamiento de una versión modificada son perfectamente aceptables siempre que no restrinjan efectivamente tu libertad para publicar versiones modificadas. Por la misma razón, serán igualmente aceptables aquellas normas que establezcan que «si distribuyo el programa de esta forma, deberás distribuirlo de la misma manera» —cabe destacar que esta norma te permite decidir si publicar o no el programa. También admitimos la posibilidad de que una licencia exija enviar una copia modificada y distribuida de un programa a su desarrollador original.

En el proyecto GNU, utilizamos el «copyleft» para proteger legalmente estas libertades. Pero también existe software libre sin copyleft. Creemos que hay razones de peso para recurrir al copyleft, pero si tu programa, software libre, carece de él, todavía tendremos la opción de seguir utilizándolo.

A veces la normativa gubernamental de control de las exportaciones y las sanciones comerciales pueden constreñir tu libertad para distribuir copias a nivel internacional.

Los desarrolladores de software no tienen el poder para eliminar o invalidar estas restricciones, pero lo que sí pueden y deben hacer es negarse a imponer estas condiciones de uso al programa. De este modo, las restricciones no afectarán a las actividades y a los individuos fuera de la jurisdicción de estos gobiernos.

Cuando hablamos de software libre, es preferible evitar expresiones como «regalar» o «gratis», porque entonces caeremos en el error de interpretarlo como una mera cuestión de precio y no de libertad. Términos de uso frecuente como el de «piratería» encarnan opiniones que esperamos no compartas. Véase el apartado de «Palabras que conviene evitar» para una discusión sobre estos términos. Tenemos disponible también una lista de traducciones de «software libre» en distintos idiomas.

Por último, señalaremos que los criterios descritos para definir el software libre requieren una profunda reflexión antes de interpretarlos. Para decidir si una licencia de software específica puede calificarse de licencia de software libre, nos basaremos en dichos criterios y así determinaremos si se ajusta al espíritu y a la terminología precisa. Si una licencia incluye restricciones desmedidas, la rechazamos aun cuando nunca predijimos esta cuestión al establecer nuestros criterios. En ocasiones, ciertas condiciones en una licencia pueden plantear un problema que requiera un análisis exhaustivo, lo que significa incluso debatir el tema con un abogado, antes de decidir si dichas condiciones son aceptables. Cuando llegamos a una solución sobre un problema nuevo, a menudo actualizamos nuestros criterios para hacer más fácil la consideración de que licencias están cualificadas y cuáles no.

miércoles, 14 de octubre de 2009

La Crítica de Carl Schmitt al Estado de Derecho

Por Luis Oro Tapia

Para comprender la crítica que realiza Carl Schmitt a esta idea emblemática del liberalismo, previamente hay que explicar el concepto de deci sión. Este concepto, a su vez, remite a tres ideas que le anteceden: las de normalidad, excepción y soberanía. Explicaré cada una de ellas por separado, después esbozaré la noción de Estado de Derecho y, finalmente, las críticas que Schmitt le formula.

¿Qué es la normalidad? Es la plena vigencia del Estado de Derecho y en general de cualquier orden jurídico. Ello supone, desde el punto de vista legal, el funcionamiento normal de las instituciones, y, desde el punto de vista empírico, la existencia de paz interna y externa. La normalidad implica la observancia de la legalidad y una sociedad en la que impera el orden, en cuanto ella funciona de acuerdo a lo que las leyes prescriben. En efecto, la vigencia de las normas supone una situación de normalidad. Entonces, la normalidad implica la existencia de un orden concreto que funciona regularmente, en cuanto se ajusta a la realidad prevista por las normas.

¿Qué es lo excepcional? El caso excepcional es aquella eventualidad o contingencia que no está descrita ni prevista por el orden jurídico vigente y que puede definirse como un caso de necesidad extrema, de peligro para la existencia del Estado o algo semejante3. Puesto que el caso excepcional es un evento no previsto en el ordenamiento constitucional, no se le debe confundir con el estado de sitio ni otra figura jurídica similar. Se trata de situaciones o casos no tipificados por el orden jurídico vigente. No toda facultad extraordinaria ni cualquier medida policíaca o decreto de emergencia equivalen automáticamente a un estado de excepción, puesto que ellos generalmente están previstos en los ordenamientos constitucionales. Entonces, el caso excepcional se presenta cuando no existen normas para resolver un conflicto o bien cuando éstas existen, pero son conculcadas por los contendientes.

Para que una situación sea calificada de excepcional, no basta con que se presente un caso no previsto por el ordenamiento institucional. Además es necesario que se dé en un contexto de una lucha por el poder de tal magnitud que sea capaz de agrupar a los oponentes en amigos y enemigos.

En un contexto de tal índole, la solución que se proponga al caso no contemplado por la legalidad difícilmente puede ser aceptada sin más, o sea pasivamente, por los afectados. El caso excepcional se da en un contexto de juego de suma cero, en cuanto la intensidad del conflicto impide a los antagonistas llegar a una solución negociada o de consenso.

En tales casos, que generalmente son de conflicto extremo, surge la siguiente interrogante: ¿quién dispone de las facultades no regladas constitucionalmente, es decir, quién es competente cuando el orden jurídico no resuelve el problema de la competencia? En casos así, la Constitución a lo más puede indicar quien tiene permitido actuar, pero no quien debe tomar la decisión. Sólo en estas circunstancias cobra actualidad la pregunta acercadel sujeto de la soberanía y la interrogante por el concepto mismo de soberanía.

La respuesta de Schmitt es perentoria: soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción. Por cierto, el soberano decide si existe el caso de excepción extrema y también lo que debe hacerse para remediarlo. Entonces, soberano es aquel que decide inapelablemente en caso de conflicto extremo y su decisión tiene por finalidad inmediata terminar con el desorden, frente a lo cual tiene dos opciones: restaurar el orden que ha sidoquebrantado o bien crear uno completamente nuevo.

Desde el punto vista jurídico político el caso excepcional es aquel que escapa a toda determinación normativa, puesto que no se puede resolver por la vía legal. Pero, por otra parte, pone al descubierto en toda su pureza el momento específicamente político, en cuanto queda en evidencia la manera como se instaura el orden jurídico a través de una decisión, de un golpe de timón que se sustenta solamente en la voluntad de poder desnuda.

Así, la situación excepcional tiene un carácter fundacional, porque instituye un orden y configura las circunstancias dentro de las cuales van a tener validez los preceptos jurídicos de reciente creación. ¿Qué se entiende por decisión? La decisión soberana es extrajurídica, puesto que se libera de todas las trabas normativas y se torna absoluta, en cuanto no obedece a ningún tipo de patrón legal preestablecido. Ante “un caso excepcional, el Estado suspende el derecho en virtud del derecho
a la propia conservación”. Por el contrario, en los casos normales cabe reducir al mínimo el elemento autónomo de la decisión, es decir, la posibilidad de tomar una resolución al margen del orden jurídico.

Así, la autoridad demuestra que para crear derecho no necesita tener derecho; dicho en palabras de Hobbes: auctoritas, non veritas facit legem. La decisión soberana “no se explica jurídicamente ni desde una norma, ni desde un orden concreto, ni encuadra en un orden concreto. Sólo la decisión funda tanto la norma como el orden. La decisión soberana es el principio absoluto y el principio no es otra cosa que la decisión soberana”. En efecto, soberano es quien crea el orden político y legal a partir de una situación ilegal.

El Estado de Derecho tiene su origen en una decisión, pero una vez que la decisión ha producido la norma, ésta también impone sus exigencias al legislador, por tanto, el legislador queda sometido a la legalidad que él mismo ha instituido. El creador —vale decir, el legislador— queda sometido a su propia creación, a las reglas que él mismo ha dictado. El poder constituyente queda así enjaulado en su propia producción normativa. En efecto, la norma una vez dictada, debe valer también frente a la voluntad del que la ha impuesto; si no, no se podría conseguir la ordenación y estabilización de las relaciones de poder en el espacio que el Estado controla. Así, el objetivo del legislador que instaura el Estado de Derecho es que su decisión siga valiendo de modo fijo e inquebrantable como norma, por tanto, el legislador estatal también se somete a la ley por él puesta y a su interpretación. Éste es el único sistema de gobierno considerado Estado de Derecho, aunque en realidad sea un estado legal lo que se defiende, en cuanto se coloca el interés de la seguridad jurídica por sobre la justicia.

Cuando Carl Schmitt emplea la expresión Estado de Derecho lo hace teniendo presente el significado que otorga a tal expresión Anschütz, quien lo define como “un Estado que se halla totalmente bajo el signo del derecho, cuya voluntad suprema no se llama Rex sino Lex; una comunidad en la que las relaciones entre los individuos, no solamente entre sí, sino sobretodo con el poder estatal, se determina a través de los preceptos legales; en el que entre gobernantes y gobernados todo sucede según el derecho y no según el tel est notre plaisir de los gobernantes. El orden jurídico debe mantenerse inviolable y la ley debe aparecer como un poder que está ordenado por encima de la voluntad tanto de los gobernados como de las personas
que gobiernan”.

Carl Schmitt emplea de manera intercambiable las expresiones Estado de Derecho y Estado Legislativo. ¿Qué quiere significar con la expresión Estado Legislativo? Para Schmitt es aquel que está regido por normas impersonales, generales y predeterminadas y en él la elaboración de la ley y la aplicación de la corresponden a diferentes órganos del Estado. Ésta es la definición —concluye Schmitt— de lo que hasta ahora se ha llamado Estado de Derecho. En definitiva, en el Estado de Derecho las competencias del poder estatal están fijadas por la ley positiva y sus atribuciones están claramente delimitadas y predeterminadas, por tanto, sus actos son impersonales, objetivos y previsibles.

Pero puesto que una ley no puede aplicarse o ejecutarse a sí misma y no puede ni interpretarse, ni definirse, ni sancionarse; tampoco puede por sí sola nombrar o designar a las personas concretas que deben aplicarla e interpretarla. En efecto, “ninguna norma, ni superior ni inferior, se interpreta y aplica, se protege o salvaguarda por sí misma; y tampoco hay —si no se quiere entrar en metáforas o alegorías— ninguna jerarquía de normas, sino tan sólo una jerarquía de hombres e instancias en concreto”. Así, tras la aparente despersonalización de la ley y de la frialdad del imperio del derecho sigue operando desde las penumbras la voluntad humana y sus respetivas valoraciones e intereses.

Desde el punto de vista meramente formal, y sin querer trascender a éste, el Estado de Derecho no sería otra cosa que “un aparato de aplicación de normas, para el uso del cual se precisa, más que una formación jurídica, un conveniente aprendizaje técnico de un buen guardagujas”. Por supuesto que tal habilidad reviste caracteres de virtud cuando impera la normalidad, esto es, la regularidad del orden administrativo y judicial. Pero ¿qué sucede en tiempos de crisis?

El Estado de Derecho parte, generalmente, del supuesto de que impera la paz social y la concordia política interna y son, precisamente, tales condiciones óptimas las que le permiten aplicar sus normas sin riesgo de desobediencia ni de impugnación. Tales supuestos no son utópicos, más bien son insólitos. En efecto, la experiencia histórica demuestra que en los momentos de crisis, cuando la pugna entre los antagonistas alcanza el umbral de la hostilidad, los sujetos involucrados en un diferendo impugnan la legalidad vigente, la legitimidad de los veredictos y las intenciones de los jueces.

La doctrina del Estado de Derecho niega el caso excepcional, porque concibe al orden jurídico como un sistema de reglas autosuficiente que puede resolver todos los problemas a partir de las normas. A este supuesto se le puede objetar que, por muy previsor que sea el legislador, siempre existe la posibilidad de que se presenten situaciones que escapen al ordenamiento normativo.

Desde el punto de vista formal, en síntesis, el Estado de Derecho “se caracteriza por poner en un lado la norma y en otro lado, y separado de ella, la ejecución de la norma. De ahí nace su peculiar sistema de legalidad, del que puede decirse con cierta justificación que en él no mandan hombres ni autoridades, ni acaso tampoco los cuerpos legislativos, sino que tan sólo rigen normas desligadas de ellos”. Pero, como ya se explicó, tras él se ocultan las relaciones de poder; por consiguiente, una de las finalidades políticas del Estado de Derecho es intentar disimular o encubrir las auténticas relaciones de poder, bajo la apariencia de la impersonalidad, objetividad y neutralidad de las normas.

lunes, 12 de octubre de 2009

El Peronismo frente al Régimen Burgués

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Por John William Cooke
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El Movimiento es la expresión de la crisis general del sistema burgués argentino, pues representa a las clases sociales cuyas reivindicaciones no pueden lograrse en el marco del institucionalismo actual. Si fuese como sus burócratas no crearía ningún problema, pero detrás de la mansedumbre de los dirigentes está ese peligro oscuro que por instinto las clases dominantes saben que desbordará a los calígrafos que exhiben su dócil disposición desde los cargos políticos o sindicales. El régimen no puede institucionalizarse porque el peronismo obtendría el gobierno y aunque no formule ningún programa antiburgués, la obtención de satisfacciones mínimamente compatibles con las expectativas populares y las exigencias de autodeterminación que son consubstanciales a su masa llevarían a la alteración del orden social existente. El régimen, entonces, tiene fuerza sólo para mantenerse, a costa de transgredir los principios democráticos que invoca como razón de su existencia. El peronismo, por su parte, jaquea el régimen, agudiza su crisis, le impide institucionalizarse, pero no tiene fuerza para suplantarlo, cosa que solo será posible por métodos revolucionarios.

sábado, 10 de octubre de 2009

Introducción al Software Libre

Por Lawrence Lessig
Presidente de Creative Commons

Cada generación tiene su filósofo: un escritor o un artista que plasma la imaginación de una época. A veces estos filósofos son reconocidos como tales, pero a menudo pasan generaciones antes de que se caiga en la cuenta. Sin embargo, con reconocimiento o sin él, cada época queda marcada por la gente que expresa sus ideales, sea en el susurro de un poema o en el fragor de un movimiento político.

Nuestra generación tiene un filósofo. No es un artista, tampoco un escritor profesional.Es un programador. Richard Stallman comenzó su trabajo en los laboratorios del MIT como programador y arquitecto desarrollando software de sistemas operativos. Ha desarrollado su carrera en la vida pública como programador y arquitecto fundando un movimiento por la libertad en un mundo cada vez más definido por el «código».

El «código» es la tecnología que hace que los ordenadores funcionen. Esté inscrito en el software o grabado en el hardware, es el conjunto de instrucciones, primero escritas como palabras, que dirigen la funcionalidad de las máquinas. Estas máquinas (ordenadores) definen y controlan cada vez más nuestras vidas. Determinan cómo se conectan los teléfonos y qué aparece en el televisor. Deciden si el vídeo puede enviarse por banda ancha hasta un ordenador. Controlan la información que un ordenador remite al fabricante. Estas máquinas nos dirigen. El código dirige estas máquinas. ¿Qué control deberíamos tener sobre el código? ¿Qué comprensión? ¿Qué libertad debería haber para neutralizar el control que permite? ¿Qué poder?

Estas preguntas han sido el reto de la vida de Stallman. A través de sus trabajos y de sus palabras nos ha incitado a ser conscientes de la importancia de mantener «libre» el código. No «libre» en el sentido de que los escritores del código no reciban una remuneración, sino «libre» en el sentido de que el control, que construyen los codificadores, sea transparente para todos y en el de que cualquiera tenga derecho a tomar ese control y de modificarlo a su gusto. Esto es el «software libre», «software libre» es la respuesta a un mundo construido mediante código.

«Libre». Stallman lamenta la ambigüedad de su propio término. (N. del E. Se refiere aquí, por primera vez en este libro, a la doble acepción de la palabra inglesa free como libre y como gratis.)

No hay nada que lamentar. Los rompecabezas obligan a la gente a pensar y el término «libre» cumple bastante bien esta función de rompecabezas. Para los oídos estadounidenses modernos, «software libre» suena utópico, imposible. Nada, ni siquiera el almuerzo, es libre. ¿Cómo podrían ser «libres» las más importantes palabras que dirigen las máquinas más esenciales que dirigen el mundo? ¿Cómo podría una sociedad en su sano juicio aspirar a semejante ideal?

Sin embargo, el peculiar tañido de la palabra «libre» depende de nosotros y no del propio término. «Libre» tiene diferentes significados, sólo uno de ellos se refiere a «precio». Un significado de «libre» mucho más fundamental es, dice Stallman, el del término «libertad de expresión» o quizás mejor el de la expresión «trabajo libre no forzado». No libre como gratuito, sino libre en el sentido de limitado en cuanto a su control por los otros. Software libre significa un control que es transparente y susceptible de modificación, igual que las leyes libres, o leyes de una «sociedad libre», son libres cuando hacen su control cognoscible y abierto a la modificación.

La intención del «movimiento software libre» de Stallman es producir código en la medida en que pueda ser transparente y susceptible de modificación haciéndolo «libre». El mecanismo para este fin es un instrumento extraordinariamente inteligente llamado «copyleft» que se implementa a través de una licencia llamada GPL. Usando el poder del copyright, el «software libre» no sólo asegura que permanece abierto y susceptible de modificación, sino también que otro software que incorpore y use «software libre» —y que técnicamente se convierta en «obra derivada»— debe también, a su vez, ser libre. Si uno usa y adapta un programa de software libre y distribuye públicamente esa versión adaptada, la versión distribuida debe ser tan libre como la versión de la que procede. Debe hacerse así, de lo contrario se estará infringiendo el copyright.

El «software libre», como las sociedades libres, tiene sus enemigos. Microsoft ha entablado una guerra contra la GPL, alertando a quienquiera que le escuche de que la GPL es una licencia «peligrosa». El peligro a que se refiere, sin embargo, es en gran medida ficticio. Otros plantean objeciones a la «coerción» que supone el mandato de la GPL de que las versiones modificadas sean también libres. Pero una condición no es coerción. Si no es coerción que Microsoft no permita a lo usuarios distribuir versiones modificadas de Office sin pagarle (presumiblemente) millones, entonces no es coerción que la GPL establezca que las versiones modificadas del software libre sean también libres.

También están los que califican el mensaje de Stallman de demasiado extremista. Pero no es extremista. Al contrario, en un sentido obvio el trabajo de Stallman es una simple traslación de la libertad que nuestra tradición ha inscrito en el mundo anterior al código. El «software libre» asegura que el mundo gobernado por el código es tan «libre» como nuestra tradición que construyó el mundo anterior al código.

Por ejemplo: una «sociedad libre» está regulada por leyes. Pero hay límites que cualquier sociedad libre pone a esa regulación legal: ninguna sociedad que mantenga sus leyes en secreto podría llamarse, nunca, libre. Ningún gobierno que esconda sus normas a los gobernados podría incluirse, nunca, en nuestra tradición. El Derecho gobierna. Pero sólo, precisamente, cuando lo hace a la vista. Y el Derecho sólo está a la vista cuando sus términos pueden ser conocidos por los gobernados o por los agentes de los gobernados —abogados, parlamentos.

Esta condición del Derecho va más allá del trabajo de un parlamento. Pensemos en la práctica jurídica en los tribunales norteamericanos. Los abogados son contratados por sus clientes para defender los intereses de esos clientes. En ocasiones esos intereses son defendidos en un litigio. En el curso del litigio, los abogados redactan alegaciones.

Esas alegaciones, a su vez, afectan a las decisiones judiciales. Esas decisiones determinan quien gana un caso concreto o si una determinada ley guarda conformidad con una constitución. Todos los elementos de ese proceso son libres en el sentido a que se refiere Stallman.

Las alegaciones jurídicas están disponibles para su libre uso por los demás. Las argumentaciones son transparentes —lo cual es distinto a decir que son buenas— y el razonamiento puede ser utilizado sin la autorización del abogado original. Las opiniones formuladas pueden ser citadas en alegaciones posteriores. Pueden ser copiadas e incorporadas en otra argumentación u opinión. El «código fuente» del Derecho estadounidense es deliberadamente y por principio abierto y de libre uso por cualquiera.

Y así lo usan libremente los abogados, ya que el secreto de una gran argumentación es que resulte original mediante la reutilización de lo que se ha hecho antes. La fuente es libre, la creatividad y una forma de economía se cimentan sobre ella.

Esta economía del código abierto —y me refiero aquí al código legal abierto— no arruina a los abogados. Las firmas de abogados tienen incentivos suficientes para redactar buenas alegaciones incluso cuando material que crean pueda ser apropiado y utilizado por cualquier otro. El abogado es un artesano cuyo trabajo es de dominio público.

Sin embargo la artesanía no es caridad. Los abogados cobran, la gente no contrata ese tipo de trabajo sin un precio. Pero esa economía progresa con trabajos posteriores que se añaden a los anteriores.

Podríamos imaginar una práctica jurídica que fuese diferente, alegaciones y argumentaciones que se mantuviesen secretas, sentencias que hiciesen pública su decisión pero no sus fundamentos. Leyes que fueran guardadas por la policía y no se hiciesen públicas para nadie más. Normativas que se aplicasen sin explicar su contenido.

Podemos imaginar esa sociedad, pero no podemos imaginarnos llamarla «libre».

Estén, o no, mejor o más eficientemente gestionados los incentivos en esa sociedad, esta no podría ser considerada libre. Los ideales de libertad, de vida en una sociedad libre, exigen algo más que una gestión eficiente. En cambio, el aperturismo y la transparencia son los límites en los cuales se construye un sistema legal, sin que se añadan nuevas ideas a conveniencia de los líderes. La vida sometida al código informático no debería ser menos.

Escribir códigos no es pleitear. Es mejor, más rico, más productivo. Pero el Derecho es un ejemplo obvio de que la creatividad y la motivación no dependen de un perfecto control sobres los productos que se crean. Igual que el jazz, o las novelas, o la arquitectura, el Derecho se construye sobre el trabajo hecho con anterioridad. La creatividad siempre es esta agregación y cambio. Y una sociedad libre es aquella que garantiza que sus recursos más importantes permanecen libres, precisamente en este sentido.

Por primera vez este libro recoge los artículos y las conferencias de Richard Stallman de forma que queden claros su sutileza y su fuerza. Los ensayos abarcan un amplio espectro, desde el copyright a la historia del movimiento del software libre. Incluyen muchas argumentaciones no muy bien conocidas y, entre ellas, una apreciación especialmente inteligente sobre las cambiantes circunstancias que vuelven sospechoso al copyright en el mundo digital. Servirán como recurso para aquellos que busquen comprender el pensamiento de este hombre poderoso, poderoso por sus ideas, su pasión y su integridad, a pesar de carecer de poder en los demás sentidos. Inspirarán a aquellos que adopten estas ideas y construyan a partir de ellas.

No conozco bien a Stallman. Lo conozco lo suficientemente bien para saber que es una persona que es difícil que nos guste. Es obstinado, a menudo impaciente. Su ira puede inflamarse ante un amigo con tanta facilidad como ante un enemigo. Es testarudo y persistente, paciente en todo caso.

Pero cuando nuestro mundo finalmente comprenda el poder y el peligro del código, cuando finalmente vea que el código, como las leyes o como el gobierno, debe ser transparente para ser libre, entonces volveremos la mirada a este programador testarudo y persistente y reconoceremos la idea por cuya realidad ha luchado: la idea de un mundo donde la libertad y el conocimiento sobreviven al compilador. Y comprenderemos que nadie, por medio de sus actos o de sus palabras, ha hecho tanto para hacer posible la libertad que la sociedad venidera podría tener.

Aún no hemos ganado esa libertad. Podríamos fracasar en su consecución. Pero triunfemos o fracasemos, en estos artículos se refleja lo que esa libertad podría ser. Y en la vida que plasman esas palabras y obras está la inspiración para todo el que, como Stallman, lucha para crear esa libertad.