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Por Oswald Spengler
" (...) El occidental quiere reducir el mundo a su voluntad. El inventor y descubridor fáustico es algo único. La potencia primordial de su voluntad, la fuerza luminosa de sus visiones, la acerada energía de su meditación práctica tienen que producir desasosiego e incomprensión a todo aquel que las contemple desde extrañas culturas. Pero todos nosotros llevamos eso en la sangre. Toda nuestra cultura tiene alma de inventor. Descubrir, llevar a la luz interior del alma lo que no se ve, para apoderarse de ello, tal fue desde el primer día la pasión del occidental. Todos sus grandes inventos han ido lentamente madurándose en lo profundo, anunciados por espíritus providentes e intentados hasta producirse, al fin, con la necesidad de un sino.
Todos andaban ya muy cerca de la meditación beata de los frailes góticos. Aquí es donde se muestra mejor el origen religioso de todo pensamiento técnico. Estos fervorosos inventores, en sus celdas, arrebatan a Dios su secreto entre oraciones y ayunos y consideran esto como un servicio de Dios. Aquí es donde nace la figura de Fausto, símbolo magno de una auténtica cultura de inventores. La scientia experimentalis, como Roger Bacon el primero definió la investigación de la naturaleza, la violenta interrogación de la naturaleza con palancas y tornillos, comienza ahora. Su resultado se dilata hoy ante nuestros ojos en las llanuras sembradas de chimeneas y torres de extracción. Pero para todos aquellos existía el peligro, propiamente fáustico, de que el diablo interviniera en el juego para llevárselos en espíritu a aquella montaña donde les prometiera todo el poder de la tierra. Esto significa el sueño de aquel extraño dominico, Petrus Peregrinus, sobre el perpetuum mobile, con el cual se le habría arrebatado a Dios su omnipotencia. Una y otra vez sucumbieron a esa ambición; forzaron los secretos de Dios para ser Dios. Espiaron las leyes del ritmo cósmico para violentarlas, y crearon asi la idea de la máquina como pequeño cosmos que sólo obedece a la voluntad del hombre. Pero con esto traspasaron el tenue límite en que, para la piedad de los demás, comienza el pecado, y fueron a su ruina, desde Bacon a Giordano Bruno. La máquina es cosa del diablo. Tal ha sido siempre la sensación de la fe auténtica.
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Fausto y Mefistófeles, en el Monumento a Goethe en Roma. |
Lo que se desenvuelve, en el curso de un siglo apenas, es un espectáculo de tal grandeza que los hombres de una cultura venidera, con otra alma y otras pasiones, han de sentirse sobrecogidos por el sentimiento de que entonces la naturaleza vaciló. En otras ocasiones también la política invadió ciudades y pueblos, y la economía humana hizo hondas mellas en los destinos del mundo animal y vegetal. Pero se trataba sólo de un menoscabo en la vida, y la vida borra pronto las huellas de estas pérdidas. Mas nuestra técnica ha de dejar el rastro de sus días, aunque todo lo demás se sumerja y desaparezca. La pasión fáustica ha cambiado la faz de la superficie terráquea.
Es el sentimiento vital, que aspira a la lejanía y a la altura, y por eso íntimamente afín al goticismo; es el sentimiento vital, como lo ha expresado el monólogo del Fausto goethiano, en la infancia de la máquina de vapor. El alma, ebria, quiere volar por el espacio y el tiempo. Un indecible afán nos empuja hacía lejanías ilimitadas. Quisiéramos desvincularnos de la tierra, deshacernos en infinitud, abandonar los ligámenes del cuerpo y girar en el espacio cósmico entre los astros. (...) Así surge ese tráfico fantástico que en pocos días atraviesa continentes, surca océanos en ciudades flotantes, horada montañas, construye laberintos subterráneos, convierte las máquinas de vapor, agotadas en sus posibilidades, en máquinas de esencia, y, cansado de caminar por carreteras y rieles, alza su vuelo por el aire. La palabra hablada irradia en un instante sobre los mares. Por doquiera se manifiesta la ambición de batir «records» y aumentar dimensiones, construir gigantescas salas para gigantescas máquinas, enormes naves, altísimos puentes y rascacielos, reunir fabulosas fuerzas en una llavecita que un niño puede manejar, alzar vibrantes edificios de acero y vidrio en donde el hombre, minúsculo, se mueve como señor omnipotente, sintiendo bajo sus pies, vencida, la naturaleza.
Y esas máquinas van tomando cada día formas menos humanas; van siendo cada día más ascéticas, místicas, esotéricas. Envuelven la tierra en una red infinita de finas fuerzas, corrientes y tensiones. Su cuerpo se hace cada día más espiritual, más taciturno. Esas ruedas, cilindros y palancas ya no hablan. Todo lo que es decisivo se recluye en lo interior. Con razón ha sido la máquina considerada como diabólica. Para un creyente significa el destronamiento de Dios. Entrega al hombre la sagrada causalidad, y el hombre la pone en movimiento silenciosamente, irresistiblemente, con una especie de providente omnisciencia."
* SPENGLER, O. La Decadencia de Occidente (vol. II). Planeta. Barcelona. 1993. Capítulo V (El mundo de las formas económicas): B (La Máquina): §6: págs. 581-584.