Bienvenidos a la Bahía

martes, 30 de julio de 2013

Occidente y la Reducción Interior del Mundo

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Por Oswald Spengler

" (...) El occidental quiere reducir el mundo a su voluntad. El inventor y descubridor fáustico es algo único. La potencia primordial de su voluntad, la fuerza luminosa de sus visiones, la acerada energía de su meditación práctica tienen que producir desasosiego e incomprensión a todo aquel que las contemple desde extrañas culturas. Pero todos nosotros llevamos eso en la sangre. Toda nuestra cultura tiene alma de inventor. Descubrir, llevar a la luz interior del alma lo que no se ve, para apoderarse de ello, tal fue desde el primer día la pasión del occidental. Todos sus grandes inventos han ido lentamente madurándose en lo profundo, anunciados por espíritus providentes e intentados hasta producirse, al fin, con la necesidad de un sino.

Todos andaban ya muy cerca de la meditación beata de los frailes góticos. Aquí es donde se muestra mejor el origen religioso de todo pensamiento técnico. Estos fervorosos inventores, en sus celdas, arrebatan a Dios su secreto entre oraciones y ayunos y consideran esto como un servicio de Dios. Aquí es donde nace la figura de Fausto, símbolo magno de una auténtica cultura de inventores. La scientia experimentalis, como Roger Bacon el primero definió la investigación de la naturaleza, la violenta interrogación de la naturaleza con palancas y tornillos, comienza ahora. Su resultado se dilata hoy ante nuestros ojos en las llanuras sembradas de chimeneas y torres de extracción. Pero para todos aquellos existía el peligro, propiamente fáustico, de que el diablo interviniera en el juego para llevárselos en espíritu a aquella montaña donde les prometiera todo el poder de la tierra. Esto significa el sueño de aquel extraño dominico, Petrus Peregrinus, sobre el perpetuum mobile, con el cual se le habría arrebatado a Dios su omnipotencia. Una y otra vez sucumbieron a esa ambición; forzaron los secretos de Dios para ser Dios. Espiaron las leyes del ritmo cósmico para violentarlas, y crearon asi la idea de la máquina como pequeño cosmos que sólo obedece a la voluntad del hombre. Pero con esto traspasaron el tenue límite en que, para la piedad de los demás, comienza el pecado, y fueron a su ruina, desde Bacon a Giordano Bruno. La máquina es cosa del diablo. Tal ha sido siempre la sensación de la fe auténtica.
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Fausto y Mefistófeles, en el Monumento a Goethe en Roma.
.(...) Hasta entonces la naturaleza había realizado algunos servicios; ahora, esclavizada, se somete al yugo y su trabajo es medido—como sarcasmo—por caballos de fuerza. De la fuerza muscular —los negros organizados en talleres— se pasó a las reservas orgánicas de la tierra, en cuyo seno yace conservada la fuerza vital de milenios enteros en forma de carbón, y hoy se dirige la vista hacia la naturaleza inorgánica, cuyas fuerzas hidráulicas sirven ya de sustituto al carbón. Con los millones y billones de caballos de fuerza crece el número de la población en proporciones que ninguna cultura creyera posibles. Este crecimiento es un producto de la maquina, que quiere ser servida y dirigida, y a cambio de ello centuplica las fuerzas del individuo. Por la máquina se hace valiosa la vida humana. Trabajo; he aquí la gran palabra de la reflexión ética. Pierde, a partir del siglo XVIII, en todos los idiomas su sentido despectivo. La máquina trabaja y obliga a los hombres al trabajo. Toda la cultura ha entrado en tal actividad de trabajo, que la tierra tiembla.

Lo que se desenvuelve, en el curso de un siglo apenas, es un espectáculo de tal grandeza que los hombres de una cultura venidera, con otra alma y otras pasiones, han de sentirse sobrecogidos por el sentimiento de que entonces la naturaleza vaciló. En otras ocasiones también la política invadió ciudades y pueblos, y la economía humana hizo hondas mellas en los destinos del mundo animal y vegetal. Pero se trataba sólo de un menoscabo en la vida, y la vida borra pronto las huellas de estas pérdidas. Mas nuestra técnica ha de dejar el rastro de sus días, aunque todo lo demás se sumerja y desaparezca. La pasión fáustica ha cambiado la faz de la superficie terráquea.

Es el sentimiento vital, que aspira a la lejanía y a la altura, y por eso íntimamente afín al goticismo; es el sentimiento vital, como lo ha expresado el monólogo del Fausto goethiano, en la infancia de la máquina de vapor. El alma, ebria, quiere volar por el espacio y el tiempo. Un indecible afán nos empuja hacía lejanías ilimitadas. Quisiéramos desvincularnos de la tierra, deshacernos en infinitud, abandonar los ligámenes del cuerpo y girar en el espacio cósmico entre los astros. (...) Así surge ese tráfico fantástico que en pocos días atraviesa continentes, surca océanos en ciudades flotantes, horada montañas, construye laberintos subterráneos, convierte las máquinas de vapor, agotadas en sus posibilidades, en máquinas de esencia, y, cansado de caminar por carreteras y rieles, alza su vuelo por el aire. La palabra hablada irradia en un instante sobre los mares. Por doquiera se manifiesta la ambición de batir «records» y aumentar dimensiones, construir gigantescas salas para gigantescas máquinas, enormes naves, altísimos puentes y rascacielos, reunir fabulosas fuerzas en una llavecita que un niño puede manejar, alzar vibrantes edificios de acero y vidrio en donde el hombre, minúsculo, se mueve como señor omnipotente, sintiendo bajo sus pies, vencida, la naturaleza.

Y esas máquinas van tomando cada día formas menos humanas; van siendo cada día más ascéticas, místicas, esotéricas. Envuelven la tierra en una red infinita de finas fuerzas, corrientes y tensiones. Su cuerpo se hace cada día más espiritual, más taciturno. Esas ruedas, cilindros y palancas ya no hablan. Todo lo que es decisivo se recluye en lo interior. Con razón ha sido la máquina considerada como diabólica. Para un creyente significa el destronamiento de Dios. Entrega al hombre la sagrada causalidad, y el hombre la pone en movimiento silenciosamente, irresistiblemente, con una especie de providente omnisciencia."

* SPENGLER, O. La Decadencia de Occidente (vol. II). Planeta. Barcelona. 1993. Capítulo V (El mundo de las formas económicas): B (La Máquina): §6: págs. 581-584.

lunes, 29 de julio de 2013

Uno que murió hace tiempo...

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Por Marco Aurelio

Arroja todo fuera, quédate solo con estas pocas cosas; acuérdate también de que cada uno vive sólo el presente, este punto; el resto ya ha sido vivido o es dudoso. Es poco lo que se vive, poco el cubículo de tierra en el que se vive; 
poca la más longeva fama póstuma, 
y además mantenida por una sucesión de humanos que van a morir: 
si no saben ni quiénes son, menos aún quién fue uno que murió hace tiempo.
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Beethoven - Egmont Overture - Karajan y la Filarmónica de Berlin
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* Marco Aurelio, A sí mismo. Edaf. Madrid. 2007. III, 10. p. 65.

viernes, 26 de julio de 2013

El inicio es aún... la esencia de la ciencia

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Por Martin Heidegger *

" (...) «Pero el saber es mucho más debil que la necesidad». (Prom. 514 ed. Wil.). Lo cual quiere decir: todo saber acerca de las cosas permanece de antemano entregado a la hegemonía del destino y fracasa ante él.

Justo por eso el saber tiene que desplegar su máxima resistencia -sólo contra la cual se levanta todo el poder del ocultamiento del ente- para fracasar realmente. Precisamente así es como el ente se abre en su insondable inmutabilidad y ofrece al saber su verdad. Esta máxima sobre la impotencia creadora del saber es una frase de los griegos, en quienes, con demasiada facilidad, se quiere encontrar el modelo de un saber puramente asentado en sí mismo y, con ello, olvidado de sí, que se nos presenta como la actitud «teórica». Pero, ¿qué es la theoría para los griegos? Se suele decir: la pura contemplación, que permanece ligada a la plenitud y exigencia de las cosas. Apelando a los griegos, esta conducta contemplativa, se dice, habría de existir por ella misma. Pero esta apelación carece de fundamento. Pues, por un lado, la «teoría» no tenía lugar por ella misma, sino únicamente por la pasión de permanecer cerca del ente en cuanto tal y bajo su apremio. Mas, por otro lado, los griegos luchaban justamente por comprender y por ejercer ese cuestionar contemplativo como una, incluso como la suprema, forma de la enérgeia, del «estar-a-la-obra» del hombre. Su sentido no estaba, pues, en asimilar la praxis a la teoría, sino al revés, en entender la teoría misma como la suprema realización de una auténtica praxis. Para los griegos la ciencia no es un «bien cultural», sino el centro que determina desde lo más profundo toda su existencia como pueblo y como Estado. La ciencia tampoco es para ellos un puro medio para hacer consciente lo inconsciente, sino el poder que abarca y da rigor a toda la existencia.

La ciencia es el firme mantenerse cuestionando en medio de la totalidad del ente, que sin cesar se oculta. Este activo perseverar sabe de su impotencia ante el destino.

Esta es la esencia originaria de la ciencia. Pero, ¿no han pasado ya dos milenios y medio desde este inicio? ¿No ha cambiado el progreso del obrar humano también a la ciencia? ¡Sin duda! La subsiguiente interpretación teológico-cristiana del mundo, así como el posterior pensamiento técnico-matemático de la modernidad, han alejado a la ciencia, temporal y temáticamente, de su inicio. Pero con ello el inicio no ha sido en absoluto superado ni reducido a la nada. Pues, dado que la ciencia griega originaria es algo grande, el inicio de esta grandeza es lo más grande de ella. La esencia de la ciencia no podría ser vaciada y aprovechada, como sucede hoy, pese a todos sus resultados y todas las «organizaciones internacionales», si la grandeza de su inicio no se mantuviera aún vigente. El inicio es aún. No está tras de nosotros como algo hace largo tiempo acontecido, sino que está ante nosotros. El inicio, en tanto que es lo más grande, ha pasado ya de antemano por encima de todo lo venidero y, de este modo, también sobre nosotros. El inicio ha incidido ya en nuestro futuro, está ya allí como el lejano mandato de que recobremos de nuevo su grandeza.

Sólo cuando nos sometamos decididamente a este lejano mandato de recuperar la grandeza del inicio, la ciencia se tornará para nosotros en la más íntima necesidad de la existencia. En caso contrario, quedará como un accidente que nos ha sucedido, o como la tranquila comodidad de una ocupación sin riesgo en el fomento del mero progreso del conocimiento. Pero, si nos sometemos al lejano mandato del inicio, la ciencia tiene entonces que convertirse en el acontecimiento fundamental de nuestra existencia espiritual como pueblo. (...) "

* HEIDEGGER, M. "La autoafirmación de la Universidad alemana". (1996). Madrid, Tecnos.