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jueves, 17 de diciembre de 2009

Hacia una Ciencia del Hombre



Por Alexis Carrel

En suma, las ciencias de la materia han hecho inmensos progresos, mientras que las de los seres vivientes han permanecido en estado rudimentario. El retardo de la biología es atribuido a las condiciones de existencia de nuestros antepasados, a la complejidad de los fenómenos de la vida y a la naturaleza misma de nuestro espíritu que se complace en las construcciones mecánicas y las abstracciones matemáticas. Las aplicaciones de los descubrimientos científicos han transformado nuestro mundo material y mental. Estas transformaciones han tenido sobre nosotros una influencia profunda y sus efectos nefastos provienen de que han sido hechas sin consideración hacia nosotros. Y es la ignorancia sobre nosotros mismos, lo que ha dado a la mecánica, a la física y a la química, el poder de modificar, al azar, las formas antiguas de la vida.

El hombre debería ser la medida de todo. En realidad, es un extranjero en el mundo que ha creado. No ha sabido organizar este mundo para él porque no poseía un conocimiento positivo de su propia naturaleza. El avance enorme de las ciencias inanimadas sobre las ciencias de los seres vivientes es uno de los sucesos más trágicos de la historia de la humanidad. El medio construido por nuestra inteligencia y nuestras invenciones no se ajusta ni a nuestro tamaño ni a nuestra forma. No nos queda bien. Somos desgraciados. Degeneramos moral y mentalmente. Y son precisamente los grupos y las naciones en que la civilización industrial ha alcanzado su apogeo los que se debilitan más. Es allí donde el retorno a la barbarie es más rápido. Permanecen sin defensa ante el medio adverso que les ha proporcionado la ciencia. En verdad, nuestra civilización como las que la han precedido, ha creado condiciones que, por razones que no conocemos exactamente, hacen que la vida misma se torne imposible. La inquietud y las desgracias de la Ciudad Nueva provienen de sus instituciones políticas, económicas y sociales, pero, sobre todo, de su propia decadencia. Son víctimas del retardo de las ciencias de la vida sobre las de la materia.

Solamente un conocimiento mucho más profundo de nosotros mismos puede aportar un remedio a este mal. Gracias a ello veremos por qué mecanismos la existencia moderna afecta nuestra conciencia y nuestro cuerpo. Sabremos cómo adaptarnos a este medio, cómo defendernos, y también cómo reemplazarlo, en caso de que una revolución dentro del mismo se hiciera indispensable. Mostrándonos a nosotros mismos lo que somos, nuestras potencias y la manera de actualizar con ellas, este conocimiento nos dará la explicación de nuestra debilidad fisiológica, de nuestra enfermedades morales e intelectuales. Y sólo él puede revelarnos las leyes inexorables en las cuales están encerradas nuestras actividades orgánicas y espirituales, hacernos distinguir lo prohibido de lo permitido y enseñarnos que no somos libres para modificar, según nuestra fantasía, ya sea nuestro medio, ya sea a nosotros mismos. En verdad, desde que las condiciones naturales de la existencia han sido suprimidas por la civilización moderna, la ciencia del hombre ha llegado a ser la más necesaria de todas las ciencias.

lunes, 14 de diciembre de 2009

La decisión sobre la guerra y el enemigo



Por Carl Schmitt


Al Estado, en su calidad de unidad política esencial, le corresponde el jus belli; es decir: la posibilidad real, de determinar, y dado el caso de combatir, a un enemigo en virtud de una decisión autónoma. Los medios técnicos con los cuales se libra el combate, la organización vigente de las fuerzas armadas, la magnitud de las chances de ganar la guerra, todo ello es irrelevante aquí siempre y cuando el pueblo políticamente unido esté dispuesto a combatir por su existencia y por su independencia, siendo que por decisión autónoma ha determinado en qué consiste esa independencia y esa libertad. La tendencia del desarrollo tecnológico militar aparentemente apunta a que, quizás, ya quedan sólo pocos Estados cuyo poderío industrial les permite librar una guerra con chances de éxito, mientras que Estados más pequeños y más débiles, ya sea de modo voluntario o forzado, renuncian al jus belli cuando no consiguen resguardar su independencia mediante una correcta política de alianzas. Esta evolución no demuestra que la guerra, el Estado y la política han cesado de existir. Cada uno de los innumerables cambios y trastornos de la Historia y de la evolución de la humanidad ha producido nuevas formas y nuevas dimensiones del aglutinamiento político, destruyendo anteriores arquitecturas políticas, produciendo guerras externas y guerras civiles, aumentando o disminuyendo el número de las unidades políticas organizadas.

El Estado como unidad política determinante ha concentrado en si mismo una atribución enorme: la de la posibilidad de librar una guerra y, con ello, la de disponer sobre la vida de los seres humanos. Y esto es así porque el jus belli contiene un atributo semejante: significa la doble posibilidad de exigir de los miembros del pueblo propio el estar dispuestos a matar y a morir, con el objeto de matar a las personas ubicadas del lado del enemigo. Sin embargo, la tarea de un Estado normal consiste en lograr, por sobre todo, una pacificación completa dentro del Estado y su territorio; construir "la tranquilidad, la seguridad y el orden" para crear con ello la situación normal que es condición para que las normas jurídicas puedan imperar en absoluto desde el momento en que toda norma presupone una situación normal y ninguna norma puede ser válida en una situación que la desafía de modo completamente anormal.

Esta necesidad de lograr la pacificación intra-estatal conduce, en situaciones críticas, a que el Estado como unidad política en si, mientras existe, pueda también determinar al "enemigo interno". Es por ello que en todos los Estados, bajo alguna forma, existe lo que el Derecho Público de las repúblicas griegas conoció como declaración de polemios y el Derecho Público romano como declaración de hostis; es decir: formas de repudio, ostracismo, exclusión, colocación hors-la-loi — en síntesis, alguna forma de declarar un enemigo interno, ya sea con medidas más severas o más beningnas; vigentes ipso facto o establecidas de modo jurídico mediante leyes especiales; ya sea manifiestas o encubiertas en descripciones genéricas. Éste es — de acuerdo al comportamiento de quien ha sido declarado enemigo del Estado — el signo distintivo de la guerra civil; vale decir: de la desintegración del Estado como unidad política organizada, internamente pacificada, encerrada en si misma en cuanto a lo territorial e impenetrable para extraños. Mediante la guerra civil es que, luego, se decidirá el destino que correrá esta unidad. Para un Estado de Derecho Constitucional burgués esto no es menos válido — y hasta por el contrario, quizás sea aún más naturalmente válido — que para cualquier otro Estado. Porque, como lo expresa Lorenz von Stein, en un "Estado Constitucional" la Constitución es "la expresión del orden social y de la existencia de la propia sociedad constituída por los ciudadanos de un Estado. En el momento en que es agredida, el combate forzosamente tiene que decidirse por fuera de la Constitución y del Derecho, es decir: por medio del poder de las armas".

Una comunidad religiosa, una Iglesia, puede exigir de su miembro que muera por su fe y que soporte el martirio, pero solamente en beneficio de la salvación de su propia alma; no en beneficio de la comunidad eclesiástica establecida como estructura de poder terrenal. De otro modo se convierte en una magnitud política; sus guerras sagradas y sus cruzadas son acciones que descansan sobre una decisión de declarar enemigos, al igual que las demás guerras. En una sociedad determinada económicamente cuyo órden — esto es: cuyo funcionamiento previsible dentro de un ámbito de categorías económicas — se desarrolla normalmente, bajo ningún punto de vista puede exigirse que algún miembro de la sociedad sacrifique su vida en aras de un funcionamiento sin sobresaltos. Fundamentar con argumentos utilitarios una exigencia semejante sería, justamente, contradecir los principios individualistas de un orden económico liberal; algo que jamás podría justificarse partiendo de las normas o ideales de una economía pensada para ser autónoma. El individuo aislado es libre de morir por lo que quiera; esto constituye, como todo lo esencial en una sociedad liberal-individualista, una "cuestión absolutamente privada" — es decir: materia de una decisión libre, no controlada, que no es de incumbencia de nadie aparte de la persona que por si misma toma la decisión.

La sociedad que funciona sobre bases económicas tiene medios de sobra para quitar de su circuito al que sucumbió en la lucha competitiva, al que no tuvo éxito y aún al "molesto". Puede volverlo inofensivo de una manera no-violenta, "pacífica"; o bien y dicho en forma concreta: puede dejarlo morir de hambre si no se subordina voluntariamente. A una sociedad puramente cultural o civilizatoria seguramente no le faltarán "indicaciones sociales" para librarse de amenazas indeseadas o de desarrollos indeseados. Pero ningún programa, ningún ideal, ninguna norma y ninguna finalidad otorgan un derecho a disponer sobre la vida física de otras personas. Exigir seriamente de los seres humanos que maten a seres humanos y que estén dispuestos a morir para que el comercio y la industria de los sobrevivientes florezca, o para que la capacidad de consumo de los nietos aumente, constituye algo tenebroso y demencial. Anatematizar la guerra calificándola de homicidio y luego exigir de las personas que libren una guerra, y que maten y se dejen matar en esa guerra, para que "nunca más haya guerras", constituye una estafa manifiesta. La guerra, la disposición a morir de los combatientes, el dar muerte físicamente a seres humanos que están del lado del enemigo, todo eso no tiene ningún sentido normativo y sólo tiene un sentido existencial. Específicamente: sólo tiene sentido en la realidad de una situación de combate real contra un enemigo real; no en algún ideal, programa o normativa cualquiera. No existe ningún objetivo racional, ninguna norma por más justa que sea, ningún programa por más ejemplar que sea, ningún ideal social por más hermoso que sea, ninguna legitimidad o legalidad, que pueda justificar que por su causa los seres humanos se maten los unos a los otros. Cuando semejante destrucción física de vidas humanas no ocurre a partir de una auténtica afirmación de la propia forma existencial frente a una negación igual de auténtica de esta forma existencial, sucede que simplemente no puede ser justificada. Tampoco con normas éticas o jurídicas se puede fundamentar una guerra. Si existen realmente enemigos, en el sentido auténtico y esencial con el que aquí los hemos entendido, entonces tiene sentido — pero sólo sentido político — repelerlos físicamente y combatir con ellos si es necesario.

Que la justicia no pertenece al concepto de la guerra ya es de dominio público desde Grotius. [34] Las construcciones intelectuales que exigen una guerra justa sirven, por lo común, a un objetivo político. Exigir de un pueblo políticamente unido que libre guerras sólo por motivos justos es, en realidad, o bien algo obvio si significa que la guerra sólo debe librarse contra un enemigo real, o bien detrás de ello se esconde el intento político de transferir a otras manos la disposición del jus belli y encontrar normas jurídicas sobre cuyo contenido y aplicación puntual ya no decidirá el Estado mismo sino algún otro tercero, el que de esta manera decidirá quién es el enemigo. Mientras un pueblo exista en la esfera de lo político, deberá determinar por si mismo la diferenciación de amigos y enemigos, aunque sea tan sólo en el más extremo de los casos y aún así debiendo decidir, también, si este caso extremo se ha dado — o no. En ello reside la esencia de su existencia política. Si ya no tiene la capacidad o la voluntad para establecer esta diferenciación, cesará de existir políticamente. Si permite que un extraño le imponga quién es su enemigo y contra quién le está — o no — permitido luchar, ya no será un pueblo políticamente libre y quedará incluido en, o subordinado a, otro sistema político. Una guerra no adquiere su sentido por ser librada en virtud de ideales o normas jurídicas sino por ser librada contra un enemigo real. Todas las imprecisiones de la categoría amigo-enemigo se explican por el hecho de que se las confunde con toda clase de abstracciones o normas.

Un pueblo políticamente existente no puede, pues, dado el caso y por medio de una decisión propia y a propio riesgo, renunciar a diferenciar amigos de enemigos. Podrá declarar solemnemente que condena la guerra como método de resolución de conflictos internacionales y que renuncia a emplearla como "herramienta de política nacional".

Eliminando esta diferenciación se elimina la vida política en absoluto. De ningún modo está librado a la discreción de un pueblo con existencia política el eludir esta dramática diferenciación mediante proclamaciones conjuratorias. Si una parte del pueblo declara no conocer enemigos, depende de la situación, pero es posible que se haya puesto del lado de los enemigos para ayudarlos. Sin embargo, con ello no se habrá eliminado la diferenciación entre amigos y enemigos. Si los ciudadanos de un Estado afirman de si mismos que, personalmente, no tienen enemigos, el hecho no tiene nada que ver con esta cuestión ya que una persona privada no tiene enemigos políticos. Lo máximo que un ciudadano puede llegar a querer decir con una declaración como ésa es que desea excluirse de la totalidad política — a la que por su existencia pertenece — para vivir exclusivamente en calidad de persona privada. Más allá de ello, sería también un error creer que un pueblo puede eliminar la diferenciación entre amigos y enemigos mediante una declaración de amistad a todo el mundo, o mediante la decisión de desarmarse voluntariamente. El mundo no se despolitiza de esta manera, ni queda tampoco colocado en un estado de moralidad pura, juridicidad pura o economía pura. Cuando un pueblo le teme a las penurias y a los riesgos de una existencia política, lo que sucederá es que, simplemente, aparecerá otro pueblo que lo relevará de este esfuerzo haciéndose cargo de la "protección frente a los enemigos externos" y, con ello, se hará cargo también del dominio político. El protector será entonces quien determinará al enemigo, como consecuencia de la eterna relación que hay entre protección y obediencia.

Cuando en el interior de un Estado hay partidos organizados que pueden brindarle a sus miembros una protección mayor que la brindada por el Estado, aún en el mejor de los casos el Estado queda convertido en un anexo de estos partidos y el ciudadano individual sabe a quién tiene que obedecer. Esto no puede ser justificado por ninguna "teoría pluralista del Estado" tal como ha sido tratado anteriormente. Lo elementalmente cierto de este axioma de la protección-obediencia aparece con claridad aún mayor en las relaciones inter-estatales de política exterior. El protectorado de Derecho Público, las uniones o federaciones hegemónicas de Estados, los tratados de protección y garantías de diversa índole hallan en este axioma su fórmula más simple.

Sería torpe creer que un pueblo inerme sólo tendría amigos y es un cálculo crapuloso suponer que el enemigo podría quizás ser conmovido por una falta de resistencia. Nadie consideraría posible que los seres humanos, mediante una renuncia a toda productividad estética o económica, puedan llevar el mundo a una situación de, por ejemplo, pura moralidad. Pues mucho menos podría un pueblo, mediante la renuncia a toda decisión política, crear un estadio de la humanidad moralmente puro o económicamente puro. Lo político no desaparecerá de este mundo debido a que un pueblo ya no tiene la fortaleza o la voluntad de mantenerse dentro del ámbito político. Lo que desaparecerá será tan sólo un pueblo débil.

jueves, 10 de diciembre de 2009

El Estado como Estructura de Unidad Política



Por Carl Schmitt

Toda contraposición religiosa, moral, económica, étnica o de cualquier otra índole se convierte en una contraposición política cuando es lo suficientemente fuerte como para agrupar efectivamente a los seres humanos en amigos y enemigos. Lo político no reside en el combate mismo que, a su vez, posee sus leyes técnicas, psicológicas y militares propias. Reside, como ya fue dicho, en un comportamiento determinado por esta posibilidad real, con clara conciencia de la situación propia así determinada y en la tarea de distinguir correctamente al amigo del enemigo. Una comunidad religiosa que libra guerras, sea contra los miembros de otras comunidades religiosas, sea otro tipo de guerras, es una unidad política, más allá de constituir una comunidad religiosa. Es una magnitud política incluso si está en condiciones de evitar guerras mediante una prohibición válida para sus miembros, esto es: si puede negarle efectivamente la calidad de enemigo a un oponente. Lo mismo vale para una asociación de personas fundada sobre bases económicas como, por ejemplo, un grupo industrial o un sindicato. Incluso una "clase", en el sentido marxista del término, cesa de ser algo puramente económico y se convierte en una magnitud política cuando llega a este punto decisivo, es decir: cuando toma en serio la "lucha" de clases y trata a la clase adversaria como a un real enemigo para combatirlo, ya sea como Estado contra Estado, ya sea en una guerra civil dentro de un Estado. En un caso así, el combate real ya no transcurrirá según las reglas económicas sino que tendrá — aparte de los métodos del combate técnicamente entendidos en el sentido más estricto — sus compromisos, sus necesidades, sus coaliciones y sus orientaciones políticas. Si dentro del Estado el proletariado se adueña del poder político, lo que surgirá será sencillamente un Estado proletario; que será una estructura política en no menor grado en que lo es un Estado nacional, un Estado de sacerdotes, comerciantes, soldados, empleados públicos, o de cualquier otra categoría. Supongamos que se consiga agrupar a toda la humanidad en amigos y enemigos, según Estados proletarios y Estados capitalistas, de acuerdo con la contraposición de proletarios y burgueses. En ese caso, lo que se manifestará será toda la realidad política que han obtenido estos conceptos, al principio y en apariencia tan "puramente" económicos.(...)

Lo político puede adquirir su fuerza de los más diversos ámbitos de la vida humana; de contraposiciones religiosas, económicas, morales y otras. No indica a una esfera de acción en particular sino tan sólo al grado de intensidad de una asociación o disociación de personas cuyas motivaciones pueden ser de ídole religiosa, nacional (tanto en sentido étnico como cultural), económica, etc. pudiendo estas motivaciones producir diferentes uniones y divisiones en distintas épocas. El agrupamiento real en amigos y enemigos es esencialmente tan fuerte y decisivo que la contraposición no-política — en el mismo momento en que produce el agrupamiento — procede a relegar a un segundo plano sus criterios y motivos, hasta ese momento "puramente" religiosos, "puramente" económicos o "puramente" culturales. La contraposición no-política queda así sojuzgada por las condiciones y las exigencias de una situación que ya se ha vuelto política; condiciones y exigencias que frecuentemente parecen inconsecuentes e "irracionales" desde el punto de partida inicial "puramente" religioso, "puramente" económico, o de cualquier otra clase de "pureza". De cualquier modo que sea, un agrupamiento orientado al caso decisivo es siempre político. Por ello es que constituye el agrupamiento decisivo y, consecuentemente, la unidad política — cuando existe en absoluto — constituye la unidad decisiva, siendo "soberana" en el sentido de que, por necesidad conceptual, el poder de decisión sobre del caso decisivo debe residir en ella, aún si el caso es excepcional.

La palabra "soberanía" tiene aquí un sentido bien definido, al igual que la palabra "unidad". Estos términos de ningún modo significan que, si una persona pertenece a una unidad política, cada detalle de su vida de tiene que estar determinado y comandado desde lo político; ni tampoco implican que un sistema centralizado debe aniquilar a todas las demás organizaciones o corporaciones. Puede suceder que consideraciones de tipo económico resulten ser más fuertes que toda la voluntad del gobierno de un Estado supuestamente neutral en materia económica. Del mismo modo, el poder de un Estado supuestamente neutral en materia confesional, encuentra fácilmente sus límites en las convicciones religiosas imperantes. Pero lo que realmente importa es siempre y tan sólo el caso del conflicto. Si las fuerzas opositoras económicas, culturales o religiosas son tan fuertes como para tomar por si mismas la decisión sobre el caso determinante, ello será porque, sencillamente, se han constituido en la nueva substancia de la unidad política. Si no son lo suficientemente fuertes como para impedir una guerra decidida en contra de sus propios intereses y principios, pues entonces quedará demostrado que no han llegado al punto decisorio de lo político. Si son lo suficientemente fuertes como para impedir una guerra, decidida por la conducción del Estado y perjudicial a sus intereses o principios, pero no lo sufientemente fuertes como para tomar por si mismas la decisión de determinar una guerra, pues entonces y en ese caso, ya no existe una magnitud política coherente. Sea cual fuere la relación de fuerzas: la unidad política es necesaria como consecuencia de la orientación hacia el posible caso decisivo del combate real contra el enemigo real. Y, o bien es soberana en este sentido (y no en algún otro sentido absolutista) para determinar la unidad decisiva en cuanto al agrupamiento en amigos y enemigos, o bien no existe en absoluto.

La muerte y el fin del Estado se proclamaron algo apresuradamente cuando se reconoció la gran importancia política que tienen las asociaciones económicas dentro del Estado y, en especial, cuando se observó el crecimiento de los sindicatos en contra de cuya herramienta de poder — la huelga — las leyes del Estado resultaban bastante impotentes. Por lo que puedo ver, esto surgió como doctrina constituida recién a partir de 1906 y 1907 entre los sindicalistas franceses.

(...) No esta respondida la pregunta acerca de cual es la "unidad social" (si se me permite utilizar aquí el impreciso y liberal concepto de lo "social") que decidirá el caso conflictivo y determinará el decisivo agrupamiento según amigos y enemigos. Ni una Iglesia, ni un sindicato, ni una alianza entre ambos, habría prohibido o evitado una guerra que el Imperio Alemán bajo Bismarck hubiese querido librar. Por supuesto que Bismarck no podía declararle la guerra al Papa, pero eso tan sólo porque el Papa mismo ya no tenía ningún jus belli; ni tampoco los sindicatos socialistas pensaron en presentarse como "partie beligérante". En todo caso, ninguna instancia hubiera querido, o podido, oponerse a una decisión tomada por el gobierno alemán de aquél entonces sobre el conflicto determinante, sin convertirse en enemigo político y sufrir todas las consecuencias inherentes a este concepto, y viceversa: ni la Iglesia ni sindicato alguno plantearon la guerra civil. Esto es suficiente para fundamentar un concepto razonable de soberanía y de unidad. La unidad política es simplemente, por su esencia, la unidad determinante, y es indiferente de cuales fuerzas alimenta sus últimas motivaciones psíquicas. Cuando existe, es la unidad suprema; es decir: la unidad que decide los casos de gravedad determinante.

El hecho de que el Estado constituya una unidad — y , más aún: la unidad determinante — se debe a su carácter político. Una teoría pluralista es, o bien la Teoría de un Estado que ha logrado su unidad mediante la federación de coaliciones sociales, o bien tan sólo una teoría de la disolución o la impugnación del Estado. Cuando niega su unidad y lo pone, en calidad de "asociación política", en un mismo plano de igualdad con otras asociaciones — por ejemplo: religiosas o económicas — debería, ante todo, responder la pregunta relativa al contenido específico de lo político. El Estado simplemente se transforma en una asociación que compite con otras asociaciones. Se convierte en una sociedad junto con — y entre — algunas otras sociedades que existen dentro o fuera del Estado. A veces aparece — en el viejo estilo liberal — como mero sirviente de una sociedad esencialmente determinada por lo económico; a veces de forma pluralista como una clase especial de sociedad, esto es: como una asociación más entre otras asociaciones; y a veces, finalmente, como un producto de la federación de coaliciones sociales; o incluso como una especie de asociación-federadora de otras asociaciones. Lo que queda sin explicar es por qué motivo los seres humanos, al lado de asociaciones religiosas, culturales, económicas y demás, todavía construyen una asociación política y en qué consiste el sentido político específico de este último tipo de asociación.

Esta teoría pluralista del Estado es, por sobre todo, pluralista en si misma. Esto es: en realidad, no posee un núcleo central. Recoge sus temas intelectuales de entre los más diversos círculos de ideas (religión, economía, liberalismo, socialismo, etc.). Ignora el concepto central de toda Teoría del Estado — lo político. En honor a la verdad, no existe una "sociedad" o una "asociación" política. Existe tan sólo una unidad política; una "comunidad" política. La posibilidad concreta de agrupamientos del tipo amigo-enemigo es suficiente para crear, por sobre lo puramente social-asociativo, una unidad determinante — que es algo específicamente diferente y constituye algo decisivo frente a las demás asociaciones. Cuando esta unidad desaparece hasta como eventualidad, desaparece también incluso lo político. Solamente desconociendo o no respetando la esencia de lo político es posible colocar a una "asociación" política al lado de otra asociación religiosa, cultural, económica, o de cualquier otra índole, para hacerla competir con todas las demás. No se puede colocar un pluralismo en el lugar del agrupamiento determinante de amigos y enemigos sin con ello destruir también a lo político en si mismo.

martes, 8 de diciembre de 2009

Un Mundo Hecho a Espaldas del Hombre



Por Alexis Carrel

La civilización moderna se encuentra en situación sospechosa, porque no nos conviene. Ha sido construida sin conocimiento de nuestra verdadera naturaleza. Es debida al capricho de los descubrimientos científicos, de los apetitos de los hombres, de sus ilusiones, de sus teorías, de sus deseos. Aunque edificada por nosotros, no está hecha a nuestra medida.

En efecto, es evidente que la ciencia no ha seguido en este caso ningún plan. Se ha desarrollado al azar a partir del nacimiento de algunos hombres de genio y de la forma de su espíritu. No ha sido en modo alguno inspirada por el deseo de mejorar la calidad de los seres humanos. Los descubrimientos se producen a la medida de las instituciones de los sabios y de las circunstancias más o menos fortuitas de su carrera. Si Galileo, Newton o Lavoisier hubieran aplicado el poder de su espíritu al estudio del cuerpo y de la conciencia, quizás nuestro mundo sería diferente de lo que es hoy. Los hombres de ciencia ignoran adónde van. Están guiados por el azar, por razonamientos sutiles, por una especie de clarividencia. Cada uno de ellos es un mundo aparte gobernado por sus propias leyes. De tiempo en tiempo, las cosas oscuras para los otros, se vuelven claras para ellos. En general, los descubrimientos se hacen sin prever de ninguna manera sus consecuencias; consecuencias que han dado forma a nuestra civilización.

Entre las riquezas de los descubrimientos científicos, hemos hecho una sucesión de elecciones, y estas elecciones no han sido determinadas por la consideración de un interés superior de la humanidad. Han seguido sencillamente la pendiente de nuestras inclinaciones naturales, que son los principios de la mayor comodidad y del menor esfuerzo, el placer que nos dan la velocidad, el cambio y el confort y también la necesidad de huir de nosotros mismos. Todo este conjunto constituye ciertamente un éxito de las nuevas invenciones. Pero nadie se ha preguntado de qué manera los seres humanos soportarían la aceleración enorme del ritmo de la vida producida por los transportes rápidos, el telégrafo, el teléfono, las máquinas de escribir y de calcular, que efectúan hoy todos los pausados trabajos domésticos de antes. La adopción universal del avión, del automóvil, del cine, del teléfono, de la radio y pronto de la televisión, es debida a una tendencia tan natural como aquella que en el fondo de la noche de los tiempos determinó el uso del alcohol. La calefacción de las casas por medio del vapor, el alumbrado eléctrico, los ascensores, la moral biológica, las manipulaciones químicas dentro de la alimentación, han sido aceptadas únicamente porque estas innovaciones eran agradables y cómodas. Pero su efecto probable sobre los seres humanos, no ha sido tomado en consideración.

En la organización del trabajo industrial, la influencia de la fábrica sobre el estado fisiológico y mental de los obreros, no ha sido absolutamente tomado en cuenta. La industria moderna se encuentra basada sobre la concepción máxima al precio más bajo, a fin de que un individuo o un grupo de individuos ganen el mayor dinero posible. Se encuentra desarrollada sin idea de la naturaleza verdadera de los seres humanos que manejan las máquinas, y sin la preocupación de lo que pueda producir sobre ellos y su descendencia, la vida artificial impuesta por la fábrica. La construcción de las grandes ciudades no se ha hecho tampoco tomándonos mayormente en cuenta. La forma y dimensiones de los edificios modernos se ha inspirado en obtener la ganancia máxima por metro cuadrado de terreno y ofrecerlos a los arrendatarios de oficinas y departamentos a quienes convengan. Se ha llegado así a la construcción de edificios gigantes que acumulan en un espacio restringido, masas considerables de individuos. Éstos las habitan con placer, porque gozan del confort y del lujo, sin darse cuenta de que están en cambio privados de lo necesario. La ciudad moderna se compone de estas habitaciones monstruosas y de calles oscuras, llenas de aire impregnado de humo, polvo, vapores de bencina y los productos de su combustión, desgarradas por el estrépito de los tranvías y camiones y llenas sin cesar de una inmensa muchedumbre. Es evidente que no se han construido para el bien de sus habitantes.

Nuestra vida se halla asimismo influenciada en una inmensa medida por los periódicos. La publicidad está hecha únicamente en interés de los productores y jamás de los consumidores. Por ejemplo, se hace creer al público que el pan blanco es superior al pan negro. La harina ha sido cernida de manera más y más completa y privada entonces de sus principios más útiles. Pero en cambio se conserva mejor y el pan se elabora más fácilmente. Los molineros y los fabricantes ganan más dinero. Los consumidores comen, sin duda, un producto inferior. Y en todos los países en dónde el pan es la parte primordial de la alimentación, las poblaciones degeneran. Se consumen enormes sumas en la publicidad comercial. De esta manera, cantidades de productos alimenticios y farmacéuticos inútiles y a menudo dañinos, se han convertido en una necesidad para los hombres civilizados. Y es así como la avidez de los individuos bastante hábiles para dirigir el gusto de las masas populares hacia los productos que necesitan vender, representa un papel capital en nuestra civilización.

Sin embargo, las influencias que obran sobre nuestro modo de vivir no tienen siempre el mismo origen. A menudo en lugar de ejercerse en el interés financiero de los individuos o de los grupos de individuos, tienen realmente como fin la ventaja general. Pero su efecto puede ser dañino si aquellos de los cuales emana, aunque honrados, tienen una concepción falsa o incompleta del ser humano. Ocurre con aquellos que toman sus deseos, sus sueños o sus doctrinas, por el ser humano concreto. Edifican una civilización que, destinada por ellos a los hombres, no conviene en realidad sino a imágenes incompletas o monstruosas del hombre. Los sistemas de gobierno construidos por piezas en el espíritu de los teóricos no son sino castillos en el aire. El hombre al cual se aplican los principios de la Revolución Francesa es tan irreal como aquél que, en las visiones de Marx o de Lenin, construirá la sociedad futura. No debemos olvidar que las leyes de las relaciones humanas son todavía desconocidas. La sociología y la economía política no son sino ciencias de conjeturas o pseudo ciencias.

Parece, pues, que el medio en el cual hemos logrado introducirnos gracias a la ciencia, no nos conviene, porque ha sido construido al azar, sin conocimiento suficiente de la naturaleza de los seres humanos y sin consideración hacia ellos.

lunes, 7 de diciembre de 2009

La Técnica como Táctica



Por Oswald Spengler

1

El problema de la técnica y de su relación con la cultura y la Historia no se plantea hasta el siglo XIX. El siglo XVIII, con el escepticismo fundamental, con la duda, que equivale a la desesperación, había planteado la cuestión del sentido y valor de la cultura, cuestión que condujo a problemas ulteriores siempre más desmenuzados, y con ello creo las bases que permitieron al siglo XX ver la historia universal como problema.

Por entonces, en la época de Robinson y de Rousseau, de los parques ingleses y de la poesía pastoril, considerábase al hombre “primitivo” como una especie de corderito pacífico y virtuoso, echado a perder más tarde por la cultura. Pasábase completamente por alto la técnica; y, en todo caso, ante las consideraciones morales, considerábasela como indigna de la atención.

Pero la técnica maquinista de la Europa occidental creció en proporciones gigantescas desde Napoleón; y con sus ciudades fabriles, sus ferrocarriles y sus barcos de vapor obligó, finalmente, a plantear en serio el problema. ¿Qué significa la técnica? ¿Qué sentido tiene en la historia, qué valor en la vida del hombre, qué rango moral o metafísico? Diéronse muchas respuestas a estas preguntas. Todas ellas pueden reducirse en el fondo a dos.

Por una parte, los idealistas y los ideólogos, los epígonos del clasicismo humanista de la época de Goethe, despreciaban las cosas técnicas y las cuestiones económicas en general, considerándolas como extrañas y ajenas a la cultura. Goethe, con su gran sentido de todo lo real, había intentado en la segunda parte del Fausto penetrar en las más hondas profundidades de ese nuevo mundo de los hechos. Pero ya con Guillermo de Humboldt comienza la concepción filológica de la historia, una concepción ajena a la realidad y según la cual medíase, al fin y al cabo, el rango de una época histórica por el número de cuadros y de libros que en ella se hayan producido. Un soberano no poseía significación de importancia más que si se conducía como un Mecenas. No importaba lo que por lo demás, fuese. El Estado era una constante perturbación para la verdadera cultura, que se fraguaba en las aulas, en los gabinetes de los científicos y en los talleres de los artistas. La guerra era una barbarie inverosímil de épocas pretéritas, y la economía algo prosaica y tonta, sobre lo cual resbalaba la atención, aun cuando a diario se hacía uso de ella. Nombrar a un gran comerciante o a un ingeniero junto a los poetas y a los pensadores, era punto menos que delito de lesa majestad cometido para con la cultura “verdadera”. Léanse en este sentido las Consideraciones sobre historia universal, de Jacobo Burckhardt. Pero este era también el punto de vista de la mayoría de los filósofos de cátedra y aun de muchos historiadores, hasta llegar a los literatos y estetas de las actuales grandes urbes, que consideran la elaboración de una novela como más importante que la construcción de un motor de aviación.

De otra parte estaba el materialismo de origen esencialmente inglés, la gran moda de los semicultos en la segunda mitad del siglo pasado, de los folletones liberales y de las asambleas populares radicales, de los marxistas y de los escritores ético-sociales que se tenían por pensadores y poetas.

Si a los primeros les faltaba el sentido de la realidad, a éstos, en cambio, les faltaba en grado superlativo el sentido de la profundidad. Su ideal era exclusivamente lo útil. Todo lo que fuese útil para la “humanidad” pertenecía a la cultura, era cultura. Lo de más era lujo, superstición o barbarie.

Útil, empero, era lo que sirve a la “felicidad del mayor número”. Y esta felicidad consistía en no hacer nada. Tal es, en último término, la doctrina de Bentham, Mill y Spencer. El fin de la Humanidad consistía en aliviar al individuo de la mayor cantidad posible de trabajo, cargándolo a la máquina. Libertad de “la miseria, de la esclavitud asalariada”, e igualdad en diversiones, bienandanza y “deleite artístico”. Anúnciase el panem et circenses de las urbes mundiales en las épocas de decadencia. Los filisteos de la cultura se entusiasmaban a cada botón que ponía en marcha un dispositivo y que, al parecer, ahorraba trabajo humano. En lugar de la auténtica religión de épocas pasadas, aparece el superficial entusiasmo “por las conquistas de la Humanidad”, considerando como tales exclusivamente los progresos de la técnica, destinados a ahorrar trabajo y a divertir a los hombres. Pero del alma, ni una palabra.

Este no es el gusto de los grandes descubridores mismos, con pocas excepciones; ni tampoco el de los que conocen bien los problemas técnicos; sino el de los espectadores, que no pueden inventar nada y, en todo caso, no comprendían nada de eso, pero rastreaban algo que podía redundar en su beneficio. Y con la falta de imaginación que caracteriza al materialismo de todas las civilizaciones, bosquéjase una imagen del futuro, la bienaventuranza eterna sobre la tierra, un fin último y un estado duradero, bajo el supuesto de las tendencias técnicas del año 80, aproximadamente, y en peligrosa contradicción con el concepto de progreso, que excluye todo “estar”: libros como La antigua y la nueva fe, de Strauss; Retrospección desde el año 2000, de Bellamy, y La mujer y el socialismo, de Bebel. No más guerras; no más diferencias de razas, pueblos, Estados, religiones; no más criminales y aventureros; no más conflictos por la superioridad de unos y el diferente modo de ser de otros; no más odios, no más venganzas. Un infinito bienestar por todos los siglos de los siglos. Semejantes trivialidades nos producen hoy, al presenciar las fases finales de ese optimismo vulgar, la idea nauseabunda de un profundo tedio vital, ese taedium vitae de la Roma imperial, que se expande al solo leer tales idilios sobre el alma y que en realidad, si se realizase, aunque fue se sólo en parte, conduciría al asesinato y al suicidio en masa.

Ambos puntos de vista están hoy anticuados. El siglo XX ha llegado a madurez y puede penetrar, al fin, en el último sentido de los hechos, en cuya totalidad consiste la historia real del Universo. Ya no se trata de interpretar, según el gusto privado de algunos individuos y de masas enteras las cosas y los acontecimientos en referencia a una tendencia racionalista, a deseos y esperanzas propios. En lugar de decir: “así debe ser”, o “así debiera ser”, aparece el inquebrantable: así es y así será. Un escepticismo orgulloso viene a sustituir los sentimentalismos del pasado siglo. Hemos aprendido que la Historia es algo que no tiene para nada en cuenta nuestras esperanzas.

El tacto fisiognómico, como he denominado (1) la facultad que nos permite penetrar en el sentido de todo acontecer; la mirada de Goethe, la mirada de los que conocen a los hombres y conocen la vida, y conocen la Historia y contemplan los tiempos, es la que descubre en lo particular su significación profunda.

2

Para comprender la esencia de la técnica no debe partirse de la técnica maquinista y menos aún de la idea engañosa de que la construcción de máquinas y herramientas sea el fin de la técnica.

En realidad, la técnica es antiquísima. No es tampoco una particularidad histórica, sino algo enormemente universal. Trasciende del hombre y penetra en la vida de los animales, de todos los animales. Al tipo de vida que representa el animal, a diferencia del que representa la planta, corresponde la libre movilidad en el espacio, el relativo arbitrio e independencia respecto a todo el resto de la naturaleza y, por tanto, la necesidad de afirmarse frente a ésta, de dar a la existencia propia una especie de sentido, de contenido y superioridad. Sólo partiendo del alma puede descubrirse la significación de la técnica.

Pues la libre movilidad de los animales no es más que lucha (2), y la táctica de la vida, su superioridad o inferioridad con respecto al “otro”, ya sea la naturaleza viviente o la naturaleza inerte, decide sobre la historia de esa vida, decide si el destino de esa vida es padecer la historia de los demás o ser historia para los demás. La técnica es la táctica de la vida entera. Es la forma íntima del manejarse en la lucha, que es idéntica a la vida misma.

Este es el otro error que debe evitarse aquí: la técnica no debe comprenderse partiendo de la herramienta. No se trata de la fabricación de cosas, sino del manejo de ellas; no se trata de las armas, sino de la lucha. Y así como en la guerra moderna la táctica, esto es, la técnica de la dirección militar es lo decisivo, y las técnicas del inventar, del fabricar, del aplicar armas, sólo pueden considerarse como elementos del manejo general, así también ocurre en todo y por todo. Existen innumerables técnicas sin herramienta alguna: la técnica del león, que acecha una gacela, y la técnica diplomática. La técnica de la administración consiste en mantener en forma al Estado para las luchas de la historia política. Existen manejos químicos y técnicos de los gases. En toda lucha por un problema hay una técnica lógica. Hay una técnica de la pincelada, de la equitación, de la dirección de un globo dirigible. No se trata aquí de cosas, sino siempre de una actividad que tiene un fin. Esto, precisamente, es lo que con harta frecuencia pasa por alto la investigación prehistórica, que piensa demasiadamente en los objetos de los museos y harto poco en los innumerables manejos que debieron existir, pero que no han dejado la menor huella.

Cada máquina sirve sólo a un manejo y ha de entenderse, precisamente, partiendo del pensamiento de ese manejo. Todos los me dios de comunicación se han desarrollado partiendo del pensamiento del caminar en carro, del remar, del surcar las aguas a la vela, del volar; mas no han partido de la representación del coche o del buque. El método mismo es un arma. Y por eso la técnica no es una “parte” de la economía, como tampoco la economía constituye, junto a la guerra y a la política una “parte” de la vida existente por sí misma. Todos esos son aspectos de la vida única activa, luchadora, llena de alma. Sin duda existe un camino que, de la guerra primordial entre los animales primitivos, conduce a la actuación de los modernos inventores e ingenieros, e igualmente del arma primordial, la celada, conduce a la construcción de las máquinas, con la cual se desenvuelve la guerra actual contra la naturaleza y con la cual la naturaleza cae en la celada del hombre.

A esto se llama progreso. Progreso fue la gran voz del siglo pasado. Veíase la Historia como una gran carretera sobre la cual “la Humanidad” marchaba valientemente, siempre adelante. Es decir, en el fondo, sólo los pueblos blancos; esto es, sólo los habitantes de las grandes urbes; esto es, sólo los “cultos”.

Pero ¿adónde? ¿Por cuánto tiempo? Y luego ¿qué?

Era algo ridícula esa marcha hacia el infinito, hacia un término sobre el cual nadie pensaba en serio, que nadie intentaba representarse claramente, que nadie se atrevía a representarse; pues un fin es siempre un término. Nadie hace nada sin tener el pensamiento fijo en el momento en que habrá alcanzado lo que quiere. No se hace guerra alguna, no se navega por el mar, ni siquiera se da un paseo, sin pensar en su duración y en su conclusión. Todo hombre verdaderamente creador conoce y teme el vacío que subsigue a la terminación de una obra.

La evolución implica cumplimiento — toda evolución tiene un comienzo, todo cumplimiento es un final — la juventud implica la vejez, el nacimiento implica el perecimiento, la vida implica la muerte. El animal, con su pensamiento vinculado al presente, no conoce, no sospecha la muerte como algo futuro y amenazador. Sólo conoce las angustias de la muerte en el momento mismo de ser muerto. Pero el hombre, cuyo pensamiento se ha libertado de esas cadenas del ahora y del aquí y que dispara sus meditaciones hacia el ayer y el mañana hacia el “antaño” del pretérito y del futuro, conoce la muerte de antemano; y de la profundidad de su esencia y de su concepción cósmica depende el que sea superado o no por el temor del final. Según una leyenda griega antigua, que ya en la Ilíada se supone conocida, fue Aquiles colocado por su madre ante el dilema de elegir una larga vida o una vida breve, pero llena de hazañas y de gloria. Y Aquiles eligió esta última.

Érase — y se es — harto mezquino y cobarde para soportar el hecho de la transitoriedad que caracteriza a todo ser vivo. El hombre envuelve ese hecho en un rosado optimismo progresista, en el cual nadie realmente cree, y, ocultándolo en literatura, se arrastra tras de ideales para no ver nada. Pero la transitoriedad, el nacer y el perecer, es la forma de todo lo real, desde las estrellas, cuyo destino es para nosotros incalculable, hasta el hormiguero fugaz de este planeta. La vida del individuo — animal, planta u hombre— es tan efímera como la de los pueblos y culturas. Toda creación sucumbe a la descomposición; todo pensamiento, toda invención, toda hazaña han de sumergirse en el olvido. Por doquiera vislumbramos cursos históricos de gran estilo, que han desaparecido. Por doquiera encontramos delante de nuestros ojos ruinas de obras que fueron y de culturas que han perecido. Al descomedimiento de Prometeo, que acomete al cielo para someter las potencias divinas al hombre, sucede la caída. ¿Qué nos importa la palabrería y farragosa alusión a las “eternas conquistas de la Humanidad”?

La historia universal tiene un aspecto completamente diferente del que nuestro tiempo ensueña. La historia del hombre, comparada con la historia del mundo vegetal y animal en este planeta — y no hablemos de la vida de los mundos estelares —, es breve; es un ascenso y un descenso de pocos milenios, algo que no tiene la menor importancia en el destino de la tierra. Pero para nosotros, que hemos nacido en ella, posee una grandeza y un poderío trágicos. Y nosotros, los hombres del siglo XX, descendemos la cuesta y lo vemos.

Nuestra facultad de percibir la Historia, nuestra capacidad de escribir la Historia, es una señal que delata que el camino se dirige hacia el abismo. Sólo en las cumbres de las grandes culturas, en el momento en que éstas verifican el tránsito a la civilización, sólo entonces aparece por un instante esa facultad de penetrante conocimiento.

En sí y por sí es insignificante el destino que, entre los enjambres de estrellas “eternas”, pueda tener este exiguo planeta que en alguna parte del espacio infinito describe por breve tiempo sus trayectorias. Y más insignificante aún es, lo que en su superficie se mueve durante unos momentos. Pero cada uno de nosotros, que en sí y por sí es una nada, está lanzado en ese hormiguero por un instante indeciblemente breve, por la duración de una vida. Por eso es para nosotros importante, sobre toda ponderación, ese mundo en pequeño, esa “historia universal”. Y, además, el destino de cada individuo consiste en que su nacimiento le ha sumergido no sólo en esa historia universal, sino en un determinado siglo, en un determinado país, en un determinado pueblo, en una religión determinada, en una clase determinada. No podemos elegir entre ser hijo de un aldeano egipcio, 3000 años antes de Jesucristo, o de un rey persa, o de un vagabundo actual. A este destino — o azar — hay que someterse. Este destino nos condena a determinadas posiciones, concepciones y producciones. No existe el “hombre en sí” — palabrería de filósofos —, sino sólo los hombres de una época, de un lugar, de una raza, de una índole personal, que se imponen en lucha con un mundo dado, o sucumben, mientras el universo prosigue en torno su curso, como deidad erguida en magnífica indiferencia. Esa lucha es la vida; y lo es, en el sentido de Nietzsche, como una lucha que brota de la voluntad de poderío; lucha cruel, sin tregua; lucha sin cuartel ni merced.

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(1) Decadencia de Occidente. Tomo I, Capítulo II.
(2) Decadencia de Occidente. Tomo III, Capítulo I.

domingo, 6 de diciembre de 2009

El Mundo no es una Unidad Política sino un Pluriverso Político

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Por Carl Schmitt

De la característica conceptual de lo político surge el pluralismo del universo de Estados. La unidad política presupone la posibilidad real del enemigo y, con ello, presupone también la presencia de otra unidad política coexistente. Consecuentemente, mientras exista un Estado en absoluto, existirán sobre la tierra siempre varios Estados y no puede existir un "Estado" mundial abarcando a toda la tierra y a toda la humanidad. El mundo político es un pluriverso y no un universo. En esta medida, toda teoría del Estado es pluralista, si bien en un sentido distinto al de la teoría pluralista intra-estatal ya comentada. La unidad política por su misma esencia no puede ser universal en el sentido de abarcar a toda la humanidad y a toda la tierra. En el supuesto que los distintos pueblos, las diferentes religiones, clases y los demás grupos humanos de la tierra estén todos tan unidos que se vuelva imposible e impensable una lucha entre ellos; suponiendo además que incluso una guerra civil realmente quedase descartada por siempre, aún como posibilidad; dentro de este imperio global — suponiendo, pues, que la diferenciación entre amigos y enemigos desapareciera hasta como eventualidad — lo que se obtendría sería solamente una cosmovisión, una cultura, una civilización, una economía, una moral, un derecho, un arte, un entretenimiento, etc. libres de política; pero ya no se tendría ni política, ni Estado. Ignoro si se producirá y cuando se produciría una situación mundial de estas características. Por el momento no existe. Sería una ficción deshonesta presuponer que está dada; y sería una tergiversación rápidamente impugnable el sostener que, puesto que en la actualidad una guerra entre las grandes potencias se convertiría fácilmente en una "guerra mundial", el final de esta guerra debería significar consecuentemente la "paz mundial" para dar lugar así a ese estadio final, idílico de la despolitización completa y definitiva.

La humanidad como tal no puede librar una guerra desde el momento en que no tiene enemigos, al menos no sobre este planeta. El concepto de la humanidad excluye al concepto de enemigo porque el enemigo, no por ser enemigo deja de ser humano y con ello no existe una diferenciación específica. Que se libren guerras en nombre de la humanidad no contradice a esta simple verdad; sólo le da al hecho un sentido político especialmente intenso. El que un Estado combata a su enemigo en nombre de la humanidad no convierte a esa guerra en una guerra de la humanidad sino en una guerra en la cual un determinado Estado, frente a su contrincante bélico, busca apropiarse de un concepto universal para identificarse con él (a costa del contrincante) de un modo similar a la forma en que se puede abusar de la paz, la justicia, el progreso o la civilización, reivindicando estos conceptos para uno mismo a fin de negarle esa posibilidad al enemigo. "La Humanidad" es un instrumento ideológico especialmente útil para expansiones imperialistas y, en su forma ético-humanitaria, un vehículo específico del imperialismo económico. Para esto vale, con una sencilla modificación, la frase acuñada por Proudhon: quien dice humanidad, desea embaucar. La adopción del nombre de "humanidad", la invocación de la humanidad, el secuestro de esta palabra, todo ello — puesto que no se puede adoptar un nombre tan noble sin determinadas consecuencias — solamente puede manifestar la horrible pretensión de negarle al enemigo su cualidad humana declarándolo hors-la-loi y hors l'humanité con lo que se pretende llevar la guerra hasta los últimos extremos de la inhumanidad. Pero, aparte de este empleo altamente político del apolítico nombre de la humanidad, las guerras de la humanidad propiamente dicha no existen. "Humanidad" no es un concepto político; no se corresponde con ninguna unidad o comunidad política y con ningún Status.

viernes, 4 de diciembre de 2009

La ley de Linus



Por Linus Torvalds

Del Prefacio a "La Etica Hacker y El Espíritu de la Era de la Información"

La ley de linus establece que todas nuestras motivaciones se pueden agrupar en tres categorías básicas. Y lo que es aún más importante, el progreso consiste en ir pasando de una categoría a la siguiente como fasesfases de un proceso de evolución. Las categorías son, por este orden, "supervivencia", "vida social" y "entretenimiento". La primera fase, la supervivencia, salta a la vista. La prioridad de cualquier ser vivo es sobrevivir.

¿Y las otras dos? Suponiendo que estemos de acuerdo en considerar que la supervivencia es una ferza motivadora fundamental, las otras se siguen de la pregunta: "¿por qué está dispuesta la gente a arriesgar su vida?". Algo por lo que uno pueda perder su vida tiene que ser una motivación sin duda fundamental.

A algunos les podría parecer discutible mi selección de fuerzas motivadoras, pero creo que estoy en lo cierto. Es fácil encontrar ejemplos de personas y de otros seres vivos que valoran sus vínculos sociales más que a sus vidas. En la literatura universal, Romeo y Julieta es el ejemplo clásico, sin duda, pero también la noción de "morir por la propia familia/patria/religión" refleja con claridad que los vínculos sociales pueden llegar a ser más importantes que la vida de uno mismo.

El entretenimiento puede parecer una elección extraña; pero por entretenimiento entíendo algo más que jugar con la Nintendo. Es el ajedrez. Es la pintura. Es el ejercicio mental que comporta cualquier intento de explicar el universo. Einstein no estaba motivado por la supervivencia cuando pensaba en la física. Tampoco debió de ser para él una cuestíón social. Era entretenimiento. Entretenimiento es algo intrinsecamente interesante y capaz de plantear desafíos.

Y la búsqueda de entretenimiento constituye sin duda un fuerte impulso. No es que alguien llegue a desear morir por la propia Nintendo, pero pensemos por ejemplo, en la expresión "morir de aburrimiento": alguien, sin duda, preferiría morir que aburrirse por toda la eternidad, razón por la cual hay gente que se dedica a tirarse de aviones sin tener motivo aparente para hacerlo, sólo por el estremecimiento que les produce saltar al vacío y poner coto de este modo al aburrímiento.

Y el dinero, ¿es una motivación? El dinero sin duda es algo útil, pero la mayoría estaría de acuerdo en que el dinero per se no es lo que motiva en última instancia a las personas. El dinero motiva por lo que comporta, es el definitivo instrumento de trueque para conseguir lo que realmente nos interesa y preocupa.

Obsérvese que con el dinero, por lo general, resulta fácil adquirir supervivencia, aunque es mucho más difícil comprar vínculos sociales y entretenimiento. Sobre todo, entretenimiento con E mayúscula, el que acaba dando sentido y significado a la existencia.

Tampoco se debe pasar por alto el efecto social que supone tener dinero, se compre algo o no con él. El dinero cuntinúa siendo algo muy poderoso, pero no es más que un representante, un apoderado de otros factores mucho más fundamentales.

La ley de Linus no se interesa tanto por el hecho de que éstas sean las tres motivaciones de las personas, sino por la idea de que nuestro progreso consiste en ir pasando de una fase a otra en un proceso completo desde la "supervivencia" a la "vida social" y al "entretenimiento".

¿Sexo? Sí, claro. Sin duda empezó siendo supervivencia y continúa siéndolo. Nada que objetar. Pero en los animales más desarrollados ha dejado de ser una cuestión de pura supervivencia: el sexo ha pasado a formar parte del tejido social. Y, en el caso de los seres humanos, el sexo por antonomasia es entretenimiento. ¿Copas y comidas? Lo mismo. ¿Guerra? Lo mismo. Puede que la guerra no haya completado el proceso, pero la CNN hará todo cuanto tenga en su mano para conseguirlo. Empezó siendo supervivencia y va camino de convertirse inexorab1emente en entretenimiento.

Todo esto puede aplicarse sin lugar a dudas a los hackers. Para ellos, la supervivencia no es lo principal. Pueden subsistir bastante bien a base de donuts y pepsi-colas. Hablando en serio, desde el momento en que se puede tener un ordenador en el escritorio, no es probable que la primera preocupación que nos mueva sea cómo conseguir comer caliente o conservar el techo que nos cobija. Si bien la supervivencia, continúa siendo un factor motivador, no es en realidad una preocupación cotidiana, capaz de excluir al resto de las motivacíones.

Un "hacker" es una persona que ha dejado de utilizar su ordenador para sobrevivir ("me gano el pan programando") y ha pasado a los dos estadios siguientes. Él (o, en teoría aunque en muy contadas ocasiones, ella) utliliza el ordenador para sus vínculos sociales: el correo electrónico e Internet son las grandes vías para acceder a una comunidad. Pero para el hacker un ordenador es también entretenimiento. No me refiero a los juegos, ni tampoco a las bellas imágenes que circulan por la red. El ordenador mismo es entretenimiento.

Así llega a crearse algo como el sistema Linux. No se trata de hacer mucho dinero. La razón por la que los hackers de Linux hacen algo es que lo encuentran muy interesante y les gusta compartir eso tan interesante con los demás. De repente, se obtiene entretenimiento del hecho de estar haciendo algo interesante, a la vez que se alcanza una repercusión social. Se logra así este efecto de la red Linux, donde hay multitud de hackers que trabajan juntos porque disfrutan con lo que hacen.

Los hackers creen que no hay un estadio de motivación superior a éste. Y es esa creencia lo que ejerce un poderoso efecto en un dominio que va mucho más allá de Linux, tal como Pekka demostrará.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Historia, Economía y Política



Por Oswald Spengler

El punto de vista para comprender la historia económica de las culturas superiores no debe buscarse en el terreno mismo de la economía. El pensamiento y la acción económicos son un aspecto de la vida, aspecto que recibe una falsa luz, si se le considera como una especie substantiva de la vida. Y mucho menos podrá encontrarse dicho punto de vista en el terreno de la economía mundial de hoy, que desde hace ciento cincuenta años ha tomado un vuelo fantástico, peligroso y a la postre casi desesperado, vuelo que es exclusivamente occidental y dinámico y en modo alguno universal humano.

Lo que hoy llamamos economía nacional (economía política) está asentado sobre supuestos específicamente ingleses, La industria maquinista, desconocida de todas las demás culturas, ocupa su centro, como si esto fuera evidente, y domina por completo la conceptuación y la deducción de llamadas leyes, sin que los economistas se den cuenta de ello. El crédito, en la figura especial que resulta de la relación inglesa entre el comercio mundial y la industria de exportación, en un país sin aldeanos, sirve de base para definir las palabras capital, valor, precio, fortuna, las cuales son, sin más ni más, aplicadas a otros estadios de cultura y a otros círculos de vida. La insularidad de Inglaterra ha determinado en todas las teorías económicas la concepción de la política y de su relación con la economía. Los creadores de la visión económica fueron David Hume y Adam Smith. Todo lo que después se ha escrito por encima de ellos y contra ellos supone siempre inconscientemente la disposición critica y el método de sus sistemas. Y esto vale para Carey y List, como para Fourier y Lassalle. Y por lo que se refiere a Marx, el gran enemigo de Adam Smith, ¿qué importa que se proteste contra el capitalismo, si se está de lleno en el mundo de las representaciones del capitalismo inglés? Es reconocerlo implícitamente y el intento se limita a cambiar el orden de las cuentas para que los objetos de éstas reciban el provecho de sujetos.

Desde Smith hasta Marx todos han practicado el análisis del pensamiento económico de una sola cultura y en un solo período de su desarrollo. Es un análisis totalmente racionalista y parte, por lo tanto, de la materia y sus condiciones, de las necesidades y de los estímulos, en vez de partir del alma de las generaciones, clases, pueblos y de su fuerza morfogenética. Considera al hombre como un elemento más de la situación e ignora la gran personalidad y la voluntad histórica de individuos y grupos enteros, que en los hechos económicos ven medios y no fines. Considera la vide económica como algo que puede explicarse sin residuo, por causas y efectos visibles, algo que está dispuesto mecánicamente y encerrado en sí mismo, manteniendo cierta relación causal con los círculos de la política y de la religión—que también son pensados en si mismos—. Esta manera de consideración es sistemática, no histórica; por eso cree en la validez intemporal de sus conceptos y reglas y tiene la ambición de establecer la única regla justa de «la» economía. Por eso dondequiera que sus verdades han entrado en contacto con los hechos han tenido que sufrir un perfecto fracaso, como ha sucedido igualmente con las profecías sobre el estallido de la guerra por teóricos burgueses y con la institución de la Rusia soviética por los teóricos proletarios.

No existe, pues, economía, si por economía se entiende una morfología del aspecto económico de la vida, esto es, de la vida de las grandes culturas con su evolución de cierto estilo económico, evolución homogénea en sus períodos, en su tiempo y en su duración. La economía, en efecto, no posee sistema, sino fisonomía. Para descubrir el secreto de su forma interior, de su alma, hace falta tacto fisiognómico. Para tener éxito en ella hay que ser conocedor, como se es entendido en hombres o entendido en caballos; no se necesita «saber», como tampoco el jinete necesita saber zoología. Pero ese conocimiento del conocedor o entendido puede ser estimulado en el caso de la economía por una visión lanzada sobre la historia. La mirada histórica puede rastrear impulsos raciales obscuros que actúan en los seres económicos para dar a la actuación exterior—a la «materia» económica—una figura que corresponda simbólicamente a la propia forma interior. Toda vida económica es la expresión de una vida psíquica.

Es ésta una concepción nueva, una concepción alemana de la economía, que está situada allende el capitalismo y el socialismo. Estos dos sistemas, nacidos de la inteligencia sobria, burguesa, del siglo XVIII, no querían ser otra cosa que análisis material—y sobre éste una construcción—de la superficie económica. Lo que hasta ahora se ha enseñado es mera preparación. El pensamiento económico, como el jurídico, aguarda todavía su desenvolvimiento propiamente dicho [289], que hoy, como en la época helenístico-romana, no puede iniciarse hasta que el arte y la filosofía hayan ingresado definitivamente en el pretérito.

La economía y la política son aspectos de la existencia una, viviente y fluyente; no, pues, de la conciencia vigilante, no del espíritu. En la economía, como en la política, se manifiesta el ritmo de las oleadas cósmicas que están presas en la sucesión generadora de los seres individuales. Ni la economía, ni la política tienen historia, sino que ellas mismas son historia. Rige en ellas el tiempo irreversible, el cuando. Ambas pertenecen a la raza y no al idioma, con sus tensiones espaciales y causales, como la religión y la ciencia. Ambas se rigen por los hechos, no por las verdades. Existen sinos políticos y económicos, así como, en todas las doctrinas religiosas y científicas, existe un nexo intemporal de causa y efecto.

La vida tiene, pues, una manera política y una manera económica de estar «en forma» para la historia. Esas dos maneras, la política y la económica, podrán superponerse, o apoyarse una en otra, o combatirse una a otra; pero la política es siempre absolutamente la primera. La vida quiere conservarse e imponerse, o, mejor dicho, quiere hacerse más fuerte para imponerse, «En forma» económica se encuentran los torrentes de existencia para sí mismos; pero «en forma» política se encuentran para su relación con los demás. Lo mismo sucede en la más sencilla planta monocelular que en los enjambres y pueblos de los seres más libres y móviles en el espacio. ¡Alimentarse y combatirse! La diferencia de rango entre ambos aspectos vitales se reconoce fácilmente en su relación con la muerte. No hay contradicción más honda que la que media entre la muerte de inanición y la muerte heroica. Económicamente la vida es amenazada, indignificada, rebajada por el hambre—en el sentido más amplio de la palabra—-; a esto mismo se refiere la imposibilidad de desenvolver plenamente las fuerzas, la estrechez del espacio vital, la obscuridad, la presión, no sólo el peligro inmediato. Pueblos enteros hay que han perdido la energía racial, por la mezquindad de su vida. En estos casos el hombre muere de algo, no por algo. La política sacrifica los hombres a un fin; caen los hombres por una idea. Pero la economía los hace periclitar. La guerra es la creadora, el hambre es la aniquiladora de todas las grandes cosas. En la guerra la vida es realzada por la muerte, a veces hasta llegar a esa fuerza invencible que por si sola es ya la victoria. El hambre provoca esa especie de miedo vital, índole fea, ordinaria e inmetafísica en que el mundo de las formas superiores de una cultura se sumerge, para dar comienzo a la desnuda lucha por la existencia entre bestias humanas.

Ya hemos hablado del doble sentido que hay en toca historia y hemos visto cómo se revela en la oposición entre el varón y la mujer. Existe una historia privada que representa la «vida en el espacio» como sucesión de las generaciones, y existe una historia pública que la defiende y asegura mediante el «estar en forma» política. Estos dos aspectos—el huso y la espada—de la existencia hallan su expresión en las ideas de la familia y del Estado; pero también en la figura primordial de la casa, en donde los buenos espíritus del lecho conyugal—el Genio y la Juno de los domicilios romanos—son protegidos por la puerta, por Jano. Pues bien: junto a la historia privada de la generación camina la historia económica. Su fuerza es inseparable de la duración asignada a una vida floreciente; la alimentación va estrechamente unida al misterio de la generación y de la concepción. Este nexo aparece en toda su pureza en la existencia de las fuertes estirpes aldeanas, que radican sanas y fecundas en el seno de la tierra. Y así como en la imagen del cuerpo el órgano sexual está enlazado con el de la circulación de la sangre, así el hogar sagrado, Vesta, constituye en el otro sentido el centro de la casa.

Precisamente por eso la historia económica significa algo muy distinto de la historia política. En ésta ocupan el primer plano los grandes sinos singulares, que aunque se realizan en las formas necesarias de la época, son, sin embargo, cada uno por si estrictamente personales. En aquélla, como en la historia de la familia, trátase del curso evolutivo que sigue el idioma de las formas, y lo singular y personal constituye el sino privado, poco importante. Sólo la forma fundamental de millares de casos entra en consideración. Pero la economía no es, sin embargo, más que la base de toda vida significativa. No es lo importante, propiamente, el estar bien nutrido, bien dispuesto y capaz de fecundación, como individuo o como pueblo, sino el para qué de esa buena disposición. Cuanto más alto se encumbra el hombre en la historia, tanto más excede su voluntad política y religiosa en intimidad de simbolismo y en poder de expresión a todas las formas y profundidades que pueda poseer la vida económica. Sólo cuando, al despuntar la civilización, se inicia el reflujo de todas las formas, sólo entonces es cuando los contornos del mero vivir aparecen desnudos e imperiosos. Esta es la época en que la mezquina frase del «hambre y el amor», como fuerzas impulsivas de la existencia, cesa de ser un dicho desvergonzado; esta es la época en que el sentido de la vida ya no es el ser más fuerte, sino la felicidad del mayor número, la bienandanza y la comodidad, «panem et circenses», y en lugar de la gran política aparece la política económica como un fin en si.