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Por Friedrich Nietzsche
El devenir único y eterno, la radical inconsistencia de todo lo
real, como enseñaba Heráclito, es una idea terrible y, perturbadora,
emparentada inmediatamente en sus efectos con la sensación que
experimentaría un hombre durante un temblor de tierra: la desconfianza
en la firmeza del suelo. Es necesaria una fuerza prodigiosa para
convertir esta sensación en su opuesta, en el entusiasmo sublime y
beatificador. Y, sin embargo, esto lo consiguió Heráclito por una
observación hecha sobre la procedencia efectiva de todo devenir y de
todo perecer, que comprendió bajo la forma de polaridad, o sea, como
desdoblamiento de una fuerza en dos actividades cualitativamente
diferentes, opuestas y tendientes a su conciliación o reunión.
Permanentemente una cualidad se divorcia de sí misma y se constituye en
cualidad opuesta; permanentemente estas dos cualidades contrarias se
esfuerzan por unirse otra vez. El vulgo cree, en efecto, conocer algo
sólido, acabado, permanente; pero, en realidad, lo que hay en cada
momento es luz y tinieblas, amargura y dulzura juntamente, como dos
combatientes cada uno de los cuales obtuviese a su vez la supremacía. La
miel es, según Heráclito, dulce y amarga a la vez, y el mundo mismo es
un cráter que debe ser removido constantemente. De esta lucha de
cualidades contrarias nace todo devenir: las cualidades determinadas,
que a nosotros nos parecen permanentes, expresan sólo el instante de
equilibrio de un combate: pero este equilibrio no pone fin a la lid, que
dura eternamente. Todo acaece con arreglo a esta lucha, y precisamente
esta lucha es la manifestación de la eterna justicia. Esta
representación, emanada de la más pura fuente del helenismo y que
considera la lucha como el constante imperio de una justicia unitaria,
rigurosamente enlazada con leyes eternas, es maravillosa. Solamente un
griego podía hallar esta idea y emplearla para cimentar con ella una
cosmodicea. Es la buena Eris de Hesíodo, elevada a principio del mundo:
es la idea que preside el combate de los griegos entre sí, de los
Estados griegos, en el gimnasio, en la palestra, en los agonales
artísticos, en las relaciones de los partidos y de las ciudades unas con
otras, así sucesivamente hasta constituir la máquina del Cosmos. Así
como lucha el griego, como si sólo él tuviera razón y se viese asistido
de un criterio y como si un juez infaliblemente determinase en cada
momento de qué parte se ha de inclinar la victoria, así luchan las
ciudades unas con otras, según leyes indestructibles e inmanentes a esta
lucha. Las cosas mismas en cuya permanencia y consistencia cree la
estrecha cabeza del hombre y del animal, no tienen verdadera existencia:
son los chispazos y relampagueos que lanzan las espadas que se cruzan,
son el brillo de la victoria en la guerra de las cualidades contrarias.
(...)
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~ Triarii : Victoria ~
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* Extracto del parágrafo V de "La filosofía en la época trágica de los griegos"
(1873). Incluido en
NIETZSCHE, F. El nacimiento de la tragedia. Madrid; Alianza Editorial,
1973. pp. 195-266.

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